Parece poco comprensible que Córcega apenas sea conocida en el sector turístico y la única referencia que se tiene de ella, al menos, para la mayoría de la gente, es que se trata de la isla donde nació un tal Napoleón Bonaparte. Y eso que los griegos la llamaban la Sublime y buena parte de su geografía forma parte del Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La clave está en haberse decantado por un turismo sostenible, distinto al de masas de otros destinos mediterráneos, protegiendo dos tercios de su superficie como Parque Natural Regional.

Así, la visita a Córcega descubre al viajero un montón de rincones encantadores de los que muchos destacan especialmente la localidad sureña de Bonifacio, una ciudad encaramada en lo alto de un abrupto acantilado de piedra calcárea blanquecina esculpida por el viento y el mar, frente al que se encuentra el pequeño archipiélago de Lavezzi -de riquísimos fondos de coral frecuentados por buceadores- y, en el horizonte, se recorta la silueta de la otra gran isla tirrena, Cerdeña.

Bonifacio es una ciudad asomada al mar y, por tanto, bien defendida por murallas y bastiones que fueron sucesivamente ampliados y mejorados en el tiempo, de manera que presenta fortificaciones pisana, genovesa (medieval) y la francesa actual.

El casco viejo acumula belleza y encanto entre iglesias, palacios, callejones, mercados, miradores, blocaos de la Segunda Guerra Mundial y mil detalles más. Ahora bien, imposible no prestar una atención especial a algo que, a priori, es tan anodino como una escalera. Pero qué escalera.

Es la conocida como Escalier du Roi d’Aragon (Escalera del Rey de Aragón, en alusión al intento aragonés de hacerse con Córcega desde tiempos de Jaime II, en el siglo XIV). Se trata de una espectacular escalinata tallada en la pared rocosa del acantilado, conectando la parte alta de éste prácticamente con el agua. Son ciento ochenta y siete escalones dispuestos en un desnivel de cuarenta y cinco grados y que, contemplados desde el mar (en un barco, se entiende) se ven como una fina línea oblicua que atraviesa los estratos, asemejando una tubería.

Tiene su leyenda y todo. Según cuentan, la obra la hicieron las tropas del monarca aragonés Alfonso V el Magnánimo en una sola noche, durante su infructuoso asedio a Bonifacio de 1420, con el objetivo de tomar la ciudad por sorpresa. En realidad la escalera la tallaron los monjes franciscanos y a la inversa, de arriba abajo, para poder llegar a un pozo de agua dulce que se encuentra en la base del acantilado y recibe el nombre de St. Barthelem

De hecho, se dice que ya se había realizado un primer y tosco intento en ese sentido mucho antes, en el Neolítico. En cualquier caso, hoy se le han practicado algunas mejoras puliendo los peldaños y anclando una barandilla de hierro. En la parte inferior incluso se ha habilitado un pequeño paseo vallado que discurre paralelo al mar, a pocos metros de éste. El atractivo y la fascinación que ejerce sobre los visitantes es tal que pocos se resisten a bajar. Pagando eso sí: 2,5 euros (3,5 en entrada combinada con el Bastión de l’Etentard y gratis los menores de doce años).


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