Aunque la imagen habitual que tenemos de los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial es la de los alemanes, en realidad los aliados también montaron los suyos para los prisioneros del Eje. Uno de esos casos lo vimos aquí no hace mucho, con el medio millar de los comúnmente llamados Fritz Ritz levantados en territorio estadounidense. Ahora bien, en Estados Unidos no sólo se encerró en campos al enemigo; también los sufrieron ciudadanos de ese país: los nisei, que eran los inmigrantes japoneses o descendientes suyos.

Como es sabido, Japón entró en la guerra ya bien avanzada ésta, en diciembre de 1941, tras un período de tensión creciente que acabó estallando definitivamente en el ataque a Pearl Harbor. Aquello era lo que temían todos los norteamericanos, que vivieron días de auténtica paranoia, con constantes falsas alarmas sobre avistamiento de aviones o barcos, luces y percepción de sospechosas emisiones de radio.

Pero seguramente pasarón mayor angustia los de origen nipón, por lo que ello les pudiera acarrear. Y así fue. En algo más de un par de meses, el 19 de febrero de 1942, el presidente Roosevelt autorizaba a su Departamento de Guerra a crear campos de concentración para los cerca de ciento veinte mil habitantes de ancestros orientales registrados en el censo.

Campos de internamiento/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Se levantaron instalaciones ad hoc en varios puntos de la costa Oeste y, siguiendo la orden ejecutiva 9006, el FBI procedió a detener a los miembros de la comunidad japonesa empezando por sus dirigentes, acusados de ser sospechosos de colaborar con el enemigo. No se dieron más explicaciones, como tampoco se decía a sus familiares dónde eran internados los acusados.

De todas formas poco tardaron en reunirse con ellos porque una nueva orden, la 9102, habilitaba a las autoridades militares a trasladarlos a todos para prevenir cualquier posible sabotaje o la facilitación de información al enemigo.

De esa forma, decenas de miles de personas, incluyendo mujeres, ancianos y niños, acabaron tras las alambradas tras verse obligados a deshacerse precipitadamente de sus propiedades y pertenencias -destruirlas en vez de malvenderlas se consideraba sabotaje-, de una forma desagradablemente similar a la que habían vivido los judíos en la alemania nazi o los sefardíes españoles en 1492. Sólo que el proceso fue aún más rápido, pues en menos de dos semanas estaba concluido: en aquellos días no era raro ver autobuses y trenes abarrotados de estadounidenses nipones viajando custodiados a su nuevo destino, como tampoco contemplar escenas desgarradoras en las estaciones, ya que las familias mixtas también debían separarse.

Equipajes japoneses apilados para su transporte/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Los centros de reubicación, como se los llamaba eufemísticamente, solían situarse en sitios amplios para levantar los barracones y poder vigilarlos sin emplear demasiados recursos: generalmente en zonas desérticas, de clima atroz y apartadas tanto de los núcleos habitados como de la zona de exclusión (litoral).

El trato difería de un sitio a otro; generalmente era suave y, a veces, se podía levantar una vivienda fuera del perímetro de alambradas; pero en otros sitios, donde estaban recluidos los líderes de las comunidades, resultaban más duros y se registró algún disparo de los centinelas. Curiosamente, Estados Unidos exigió a casi todos los países latinoamericanos que hicieran lo mismo con sus inmigrantes japoneses o se los entregaran; la mayoría lo hizo.

La operación tuvo un claro matiz racista, habida cuenta que apenas afectó a unos pocos inmigrantes alemanes y se exoneró completamente a los ciudadanos de origen italiano. El caso es que el final de la guerra no supuso una vuelta inmediata a la normalidad. Aunque ya desde mediados de 1944 el Departamento de Guerra lo recomendaba, la campaña electoral lo aplazó y sólo tras ser reelegido empezó Roosevelt a soltar aquellos nisei que habían mostrado buen comportamiento o estaban fuera de toda duda. Se les pagó el billete de vuelta a casa y veinticinco dólares para gastos.

Campo de Manzanar, California/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Un año después todos estaban en sus casas; al menos aquellos que aún las conservaban, pues a menudo ocurrió que, en su ausencia y ante el impago de impuestos, habían sido expropiadas. En 1951 el Gobierno de EEUU puso en marcha un programa de indemnizaciones que devolvió cuarenta de los cuatrocientos millones de dólares que se calcula que habían perdido. Esos pagos se continuaron con el paso de las décadas y los tribunales fallaron siempre a favor de las víctimas; en 1988, Ronald Reagan leyó una disculpa oficial y entregó veinte mil dólares a cada superviviente.


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