Lo que la Naturaleza quita también lo puede devolver. Es paradójico que una estructura geológica de inmenso poder destructor sea a la vez un atractivo turístico, pero ése es uno de los rasgos que caracterizan a los volcanes. Conductos de escape hacia la superficie para la actividad magmática del subsuelo en forma de lava, gases y cenizas, las erupciones volcánicas suponen una ola de devastación para los alrededores cuando se producen de forma violenta, pero ese cataclismo llega acompañado de un par de efectos secundarios positivos: por un lado la extraordinaria fertilidad que esas cenizas suponen para la tierra por sus componentes minerales; por otro, el poder de atracción para el ojo humano, siempre dispuesto a descubrir la cara bella del caos.
Son varios los países que han hecho de esos emblemáticos conos auténticos destinos, joyas locales para los visitantes en busca de unas vacaciones en naturaleza. Imaginemos el potencial que tendrá un lugar que sea pródigo en ese tipo de manifestación geológica.
En ese sentido, América es un rincón privilegiado del planeta, especialmente la parte sur y central del continente. Volcanes muy turísticos son los de México, Guatemala y Costa rica, por poner tres ejemplos, pero hay un país que aún no se ha incorporado a los circuitos como realmente podría y va siendo hora de anunciar su presencia: El Salvador.
Esta pequeña república centroamericana cuenta con más de una veintena de conos volcánicos en su territorio, que en un noventa por cierto tiene ese origen, si bien en total casi se contabilizan dos centenares. Se alinean a lo largo de una columna vertebral que lo recorre de norte a sur en paralelo al océano Pacífico formando un cinturón de fuego: Chingo, Santa Ana (Ilamatepec), Cerro Verde, Izalco, San Salvador (Quezaltepeque), San Vicente (Chichontepec), Usulután, San Miguel (Chaparrastique), Guazapa o Conchagua, entre otros que incluyen también un par de islas llamadas Conchagüita y Meanguera.
Catorce de ellos están activos y humean de vez en cuando (Santa Ana, San Salvador, San Miguel e Izalco) mientras que otros se hallan en letargo esperando su momento (Conchagüita, Islas Quemadas) y alguno parece haberse dormido desde hace mucho (el Ilopango entró en erupción por última vez en el año 429 d.C, y el San Marcelino en 1792).
Los volcanes salvadoreños tienen altitudes distintas, desde los 430 metros del Ilapango, que en realidad es sólo una caldera, hasta el techo del país, que lo ostenta el Santa Ana con 2.382. La mayoría supera la cota mil.
Pero sea cual sea su estado, ello no impide que el viajero pueda ascender hasta la cumbre de la mayoría y disfrutar de esa experiencia o otras derivadas. El trekking hasta las cimas de esos colosos permite contemplar espléndidas panorámicas, aparte de la experiencia en sí de pisar ese suelo latente o asomarse a esos cráteres que a menudo albergan lagos de aguas verdes por el azufre.
A muchos se les han habilitado senderos en las laderas para facilitar la subida (a pie o en bici), a veces con espacios para descansar; no es que sea fácil hacer esas rutas pero el mérito crece con la dificultad y el esfuerzo. ¡Y algunos regresan en parapente desde lo alto!
Foto 1: José Fernández en Wikimedia / Foto 2: Angela Rucker en Wikimedia / Foto 3: Descargar Imágenes Gratis
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