El panorama de la paleontología, como pasa con la arqueología y la paleoantropología, va cambiando al ritmo de los restos que se desentierran. Periódicamente se descubren nuevas especies de dinosaurios que dejan atrás las taxonomías anteriores. Y al hablar de esos animales hay que hacerlo de tamaño, que es uno de sus grandes -valga la redundancia- atractivos.

En ese sentido, el Museo Americano de Historia Natural presentó hace unos días a los medios de comunicación el esqueleto de un colosal saurópodo herbívoro que se considera el mayor jamás descubierto.

Aún no tiene nombre científico, aunque se lo conoce eventualmente como Titanosaurio, denominación acorde a sus sensacionales medidas: 37 metros de longitud por casi 6 en la cruz. Tan enorme es que no cabe totalmente en el gran hall del Wallach Orientation Center y la cabeza asoma fuera.

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Sin embargo, los propios archivos del museo neoyorquino conservan una ficha con la descripción de una vértebra de dinosaurio que, de confirmarse su existencia, no sólo desbancaría al Titanosaurio sino que establecería un récord difícilmente superable. De hecho sería más del doble de tamaño, hasta 60 metros de largo y un peso de 122 toneladas, lo que produce cierta estupefacción al intentar imaginarlo. Sólo hay un problema: la vértebra descrita desapareció hace un siglo y nunca se ha vuelto a saber de ella, por lo que algún experto piensa que quizá nunca existió o hubo algún error en la redacción.

Ese hueso correspondía a Amphicoelias fragillimus (en alusión a la fragilidad de la pieza), un saurópodo diplodócido que debió vivir a finales del Jurásico hace unos 150 millones de años. Lo encontró en 1877 un recogedor de fósiles llamado Oramel Lucas , que trabajaba para el paleontólogo Edward Drinker Cope en una depresión del terreno de Cañón City, Colorado (EEUU), conocida como Formación Morrison. No fue el único hueso hallado, ya que se trata de un yacimiento bastante rico, pero los otros restos correspondían a especies diferentes.

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La vértebra en cuestión medía metro y medio pese a faltarle un trozo- y fue enviada por Lucas a Cope a Filadelfia mediante ferrocarril, según consta en el registro del tren. El paleóntologo escribió el estudio correspondiente bautizando la nueva especie y catalogándolo con el código FR 5777: «Amphicoelias fragillimus, Holotype.» El informe completo fue publicado en su propia revista, The American Naturalist, pero la cosa no iba a resultar tan sencilla. Lamentablemente, nunca se pudo recuperar el resto de la osamenta, probablemente destruida por la erosión y la envidia.

Y es que, aunque nadie en aquel momento puso en duda la validez del descubrimiento, parece ser que el yacimiento fue deliberadamente destruido por el peor enemigo de Cope, Othniel Charles Marsh, un colega con el que se había enzarzado en lo que se llamó la Guerra de los Huesos: la rivalidad llevada al extremo por ver quién era el que más y mejores fósiles conseguía, incluyendo espionaje, soborno y otras lindezas que producen el sonrojo de la ciencia pero que gracias a las cuales, viendo el vaso medio lleno, se consiguió identificar un centenar de nuevas especies de dinosaurio. Es a Cope a quien debemos saber de Triceratops, Diplodocus, Stegosaurus o Allosaurus.

Al morir Cope en 1897, la vértebra fue enviada al Museo Americano de Historia Natural junto con las descripciones y dibujos que el paleontólogo hizo de ella. Dos décadas después, en 1921, la dirección de percató de su desaparición, de ahí que algunos hayan puesto en duda su existencia. Pero Ken Carpenter, profesor de la Universidad Estatal de Utah, no la tiene. Famoso por haber encontrado un stegosaurio casi intacto en 1992, se interesó por el tema y escribió un artículo titulado The biggest of the big (El más grande entre los grandes) que le permitió recurrir a la última tecnología de prospección por radar terrestre para rastrear en busca de más restos de Amphicoelias fragillimus en su lugar de origen. El resultado fue inútil porque es imposible distinguir las rocas del terreno de los posibles fragmentos de hueso, si es que hay alguno.

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No obstante, su esfuerzo se plasmó en la reconstrucción hipotética de la vértebra, que midió 2,5 metros una vez completado con espuma plástica el trozo que faltaba. Así, se dedujo que el tamaño rondaría los citados 60 metros, de ahí que no resulte raro el escepticismo de algunos expertos como Cary Woodruff, de la Universidad Estatal de Montana, que cree que difícilmente pudo haber un ser de más de 30 metros de longitud.

En su artículo The fragile legacy of Amphicoelias fragillimus (El frágil legado de Amphicoelias fragillimus, firmado en colaboración con su colega John Foster) explica que probablemente el hueso correspondía a un diplodocus y que un error tipográfico cambió los 1.055 milímetros de altura de la vértebra a 1.500. Cope ya había cometido un error al reconstruir un esqueleto de Elasmosaurus y, si se dio cuenta de este otro, probablemente no lo rectificó para no desacreditarse, máxime teniendo en cuenta el contexto de su enfrentamiento con Marsh.

La pregunta, si en efecto existió Amphicoelias fragillimus, es: ¿qué fue de su vértebra? ¿Robada? ¿Extraviada? El actual director del museo, Marcos Norell, dice que tienen casi un millón de piezas en su colección y, a veces, las cosas desaparecen para reaparecer años después. Prueba de ello es que en 1998 se encontraron varios estudios de Cope en los archivos, hasta entonces ignotos.

Vía: Five Thirty Eight Science / Foto 1: Mproart en Wikimedia / Foto 2: Matt Martyniuk


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