El uso del papiro como soporte de la escritura, un material cuyo origen era egipcio pero fue conocido muy pronto por los griegos, sustituiría a las tablillas de cera en la Antigüedad. Plinio el Viejo en su obra magna, Historia Naturalis, es el autor que nos describe el proceso de elaboración del papiro, a partir de un junco palustre de la familia de las ciperáceas que crecía abundantemente en las orillas del río Nilo.

Frente a la fragilidad del papiro, con la Edad Media se democratizó el uso del pergamino como contenedor del saber. Los ‘scriptoria’ de los monasterios, los lugares en los que se elaboraban códices, manuscritos y documentos, tenían perfectamente organizadas todas las tareas de fabricación de este soporte.

Pergamineros, o lo que es lo mismo, personas que se encargaban de la elaboración del pergamino, copistas, iluminadores y encuadernadores eran parte de un engranaje necesario para que en última instancia ese saber medieval permaneciera en el tiempo.

El manuscrito medieval debería pues conservarse a lo largo de los años, por eso su soporte debería ser resistente también al uso intenso. El pergamino cumplía con ambas condiciones pero su elaboración era muy costosa. Mucho más si se trataba de vitela, es decir, un tipo de pergamino elaborado a partir de una piel de becerro recién nacido o nonato.

Un códice requeriría un número considerable de cabezas de ganado, cientos en el mejor de los casos, generalmente terneros, cabras, carneros y ovejas. Estas hojas de piel utilizadas para elaborar estos manuscritos tendrían en la Alta Edad Media un tamaño de medio metro cuadrado.

El proceso para la elaboración del pergamino tenía estas fases: remojo de la piel, encalado con una lechada de cal, depilación, descarnado del tejido subcutáneo, tensión de la piel, acuchillamiento hasta conseguir el grado de finura óptimo, pulimentación con piedra pómez y una serie de operaciones finales.

En última instancia el producto resultante había convertido la masa fibrosa en un soporte inalterable y durarero en el tiempo, claro y liso como para permitir la escrituración. Pero no siempre se lograban pergaminos perfectos, en ocasiones se producían membranas con ciertos defectos como desgarros u orificios de tamaño considerable. Estas imperfecciones podían provenir de heridas del propio animal o de errores cometidos por los artesanos en el proceso de raspado.

Los amanuenses que se encontraban con estos defectos en los pergaminos en ocasiones recurrían a imaginativas técnicas como el suturado como lo haría un cirujano, en caso de rasgado, o coser los agujeros con hilo o seda. Incluso, en un alarde artístico, había quien tenía la paciencia de dibujar una cara o un detalle gracioso alrededor de este molesto agujero.

Fotografía: Erik Kwakkel

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