La influencia de las comunicaciones mediáticas, y muy especialmente del cine, ha hecho posible que al mencionar la palabra ciborg todos sepan de qué estoy hablando, aún cuando se trata de un anglicismo bastante reciente. Fue creado en 1960 por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline, dos científicos que lo aplicaron para definir un concepto nuevo: el de un organismo vivo mejorado gracias a la tecnología para poder sobrevivir en un medio ambiente diferente al terrestre.
“Un cyborg es esencialmente un sistema hombre-máquina en el cual los mecanismos de control de la porción humana son modificados externamente por medicamentos o dispositivos de regulación para que el ser pueda vivir en un entorno diferente al normal” declararon textualmente en The New York Times. Eran los tiempos de los pioneros de la exploración espacial, por un lado, y de los transplantes u otras mejoras médicas, por otro. Así, la idea de un ser medio orgánico medio máquina se fue abriendo paso al ámbito creativo, haciendo fortuna en la ciencia ficción literaria y cinematográfica.
Pero no es de ésa vertiente de los ciborg de la que vamos a hablar hoy sino de la estrictamente científica. Y más concretamente de la variante vegetal, puesto que parece que un ciborg sólo pudiera entrar en nuestra imaginación siendo humano o animal. Y no. Es verdad que la mayoría de los casos van esa línea pero resulta que el Laboratorio de Electrónica Orgánica de la Universidad de Linköping (Suecia) ha conseguido cultivar una flor (una rosa, para más señas) que lleva incorporados a sus sistema vascular una serie de circuitos electrónicos.
El objetivo es intentar encontrar la forma de aprovechar la fotosíntesis como fuente de energía, haciendo que la planta funcione como una antena, aparte de las posibilidades que se presentarían en el tema genético. No sólo eso sino que quizá se podrían inventar nuevos materiales o incluso dar lugar a un sistema de tecnología autorreproducible y autorreparable. Al parecer, el experimento ya permite cambiar el color de las hojas y el ritmo de crecimiento de una planta con sólo graduar la intensidad de la corriente eléctrica que atraviesa sus células.
El equipo sueco lleva dos años trabajando en este proyecto bajo la dirección del profesor Magnus Berggren, coautor (junto a Ove Nilsson) del correspondiente artículo que publicó en la prestigiosa revista Science Advances. Dos años que demuestran que no es un trabajo sencillo porque fue necesario introducir en el tallo de la flor un polímero que sirviera como conductor y no dieron con el adecuado hasta el duodécimo intento con el llamado PEDOT-S:H, que absorbe el agua correctamente al crear una fina película en el tejido vegetal.
El polímero también se aplicó a las hojas acompañado de nanocelulosa, originando una especie de esponja en su interior que permite asentarse al PEDOT y crear células electroquímicas; son las que, cuando se aplica una corriente eléctrica, permiten propiciar el crecimiento de la planta y cambiar ligeramente la tonalidad cromática que comentábamos antes. En cualquier caso, todo esto es nuevo. Hasta ahora no se había investigado nada en este sentido, así que todo está todavía muy verde; nunca mejor dicho.
Vía: cnet
Más información: Science Advances
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