La imagen común que se tiene de Stalin es la de un dictador absoluto cuya posición al mando de la URSS era casi omnipotente, firme e inamovible. Lo cierto es que hubo un momento en el que se tambaleó o, al menos, eso creyó él mismo. Fue cuando la Wehrmacht desató la Operación Barbarroja, iniciando una invasión de territorio ruso que pilló al Politburó desprevenido.
Stalin, ante la tibieza de Gran Bretaña y Francia, había firmado con Alemania un Tratado de No Agresión que dejaba a Hitler las manos libres para entrar en Polonia, algo que imitaron los rusos dos semanas después para repartirse el país. De hecho, el pacto entre ambos conllevaba el reconocimiento mutuo de sus respectivas aspiraciones territoriales en el continente. En el caso de la URSS, quedarse con los países bálticos y Besarabia (parte de Rumanía) y recuperar Finlandia, que se había independizado durante la Revolución Bolchevique.
Pero si Estonia, Letonia y Lituania cedieron con prontitud, las tropas finesas demostraron una resistencia inesperada, causando tal nivel de bajas a los rusos (125.000, material aparte) que pronto Stalin se vio obligado a destituir generales y replantearse su idea inicial de una operación de diez o doce días, un absurdo seguramente basado en la rápida blitzkrieg alemana sobre los polacos sin tener en cuenta que la Unión Soviética aún no poseía nada remotamente parecido a las divisiones Panzer. Al final un masivo envío de tropas obligó al gobierno de Finlandia a pedir la paz; eso sí, aún aceptando negociar únicamente la cesión de una zona de protección alrededor de Leningrado (Hanko, Carelia y el norte del lago Ladoga).
Aquella guerra dejó patente que el ejército soviético era muy deficiente y anticuado. El proceso de modernización, retrasado de por sí a causa de la Guerra Civil que siguió a la revolución, resultaba lentísimo por una burocracia en la que Stalin, a la manera de Felipe II, se empeñaba en supervisarlo todo (dicen que se le consultaba hasta la longitud que debían tener las bayonetas) y algunos de sus colaboradores más fiables seguían aferrados a conceptos de otra época, como priorizar la caballería frente a los carros acorazados. En ese estado de cosas, la firma del pacto entre Ribbentrop y Molotov era una forma de ganar tiempo porque, en realidad, ni Stalin ni nadie era tan ingenuo como para no adivinar que tarde o temprano serían atacados por Hitler.
Pero todos tenían la esperanza de que el Führer no lo haría hasta bien entrado 1942 y para entonces el país ya contaría con un ejército capaz de contenerlo. No fue así. Para pasmo general, el 22 de junio de 1941 empezó la invasión por Odessa, Kiev y Minsk. El grado de sorpresa fue tal que Stalin se negó a creer en la información que le llegaba del frente, como había ignorado la alerta suministrada por sus espías, y continuaba creyendo que todo se debía a un error que Hitler desconocía o a una provocación. Sólo a medida que fueron pasando las horas y confirmándose las noticias se impuso la realidad en el Kremlin.
Una realidad dramática, dado que no se había previsto nada efectivo para una situación así. Todos los ruegos que el mariscal Zhukov, jefe de Estado Mayor, había hecho en ese sentido a lo largo de las semanas anteriores se habían estrellado contra un doble muro: el de la política, en el que los jerifaltes comunistas no se atrevían a llevar la contraria a su líder por la cuenta que les traía (aunque había aflojado bastante, aún se mantenía activa la Gran Purga, en la que fueron aniquilados cientos de miles de ciudadanos y mandos del ejército, muchos de ellos comunistas y miembros de la cúpula del partido, acusados de traidores, espías y saboteadores) y el militar mismo, donde otros mariscales como Kulik, Voroshilov o Timoshenko no estuvieron a la altura.
La caída de Minsk el 28 de junio provocó una crisis aún mayor: no había informes, no se sabían datos. Stalin montó en cólera y en una reunión con sus ayudantes tuvo que ver los rifirrafes que se producían entre ellos, especialmente entre Beria, jefe del servicio secreto, y Zhukov, probablemente el único que osaba levantarle la voz sin miedo a las represalias (incluso al mismísimo Stalin, con el que también discutió agriamente cuando el otro le acusó de no estar enterado de lo que pasaba en el frente) y quien quería que la guerra fuera dirigida exclusivamente por militares.
Al salir de la reunión, Stalin estaba profundamente deprimido; tal como cuentan en sus memorias algunos miembros del Politburó como Molotov, Beria y Chadaev, el Vozhd dijo que habían «mandado a la mierda» la herencia de Lenin y que dimitía. Molotov creyó que lo decía sólo «para impresionar» y no le dio más importancia, pero cuando al día siguiente vieron que no se presentaba en el Kremlin y no se ponía al teléfono, se dieron cuenta de que la cosa era más grave. Stalin se había retirado a su dacha de Kuntsevo donde, incapaz de dormir, iba de acá allá sin hacer nada concreto. Durante un par de días, el gobierno estuvo inactivo en plena guerra.
Así las cosas, se formó un comité de defensa formado por sus más allegados: Beria, Molotov, Voroshilov y Malenkov y tres bolcheviques más que propondrían a Stalin liderar ese grupo; para ello, le visitaron personalmente. Stalin, «delgado, ojeroso y lúgubre», les recibió con desconfianza preguntándoles a qué habían ido. Pensaba que querían destituirle y arrestarle, cuentan Mikoyan y Beria, pero cuando le propusieron la presidencia del comité cambió de expresión («la tensión desapareció de su rostro»). Y, aunque no está del todo claro cuánto había de depresión sincera y cuánto de pose, la crisis quedó resuelta. El país seguía teniendo su líder, nombrado además verjovnyi (generalísimo); pero, como escribiría Beria, «fuimos testigos de los momentos de debilidad de Stalin. Iosiv Vissarionovich nunca nos perdonará esa jugada».
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