Siempre me han gustado las historias de piratas, sean en el medio que sean. En literatura me deleité aprendiendo de memoria el famoso poema de Espronceda y leyendo La isla del tesoro de Stevenson, El corsario negro de Salgari o El pirata de Walter Scott. En el cine disfruté viendo a Errol Flynn en El capitán Blood, a Tyrone Power en El Cisne Negro, o a Johnny Depp en Piratas del Caribe.

A menudo ambas cosas, como la novela de Richard Hughes Huracán en Jamaica, que dio lugar a la espléndida Viento en las velas, en la que unos niños volvían locos a piratas de la talla de Anthony Quinn y James Coburn. Tampoco olvido las pinturas de Howard Pyle y Norman Rockwell, que son las que ilustran este post.

Me encantaba tal subgénero aventurero incluso cuando el pirata en cuestión sólo era una legendaria amenaza flotando en el ambiente, caso de El escarabajo de oro escrito por Edgar Alan Poe con el fantasma del capitán Kidd y su tesoro oculto como fondo argumental; cuando se situaba en otros mares diferentes al habitual Caribe, como el Sandokán de Salgari en Malasia; o cuando constituye únicamente un contexto que se lo pone más difícil a los protagonistas, tal cual ocurre con los de La isla de coral de Robert Michael Ballantyne.

Captura de Barbanegra (Jean-Leon Gerome Ferris)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y es que ese mundo ejerce, invariablemente, una gran fascinación sobre el público. Especialmente cuando es de ficción, en el que la piratería adquiere esa dimensión romántica y rebelde frente al rígido orden establecido, trocando leyes por aventura, aún cuando no corresponda exactamente con la más prosaica realidad. Aunque hay algún caso excéntrico como el del capitán Misson, que aspiraba a establecer en Madagascar una especie de estado utópico llamado Libertatia, los piratas, lejos de esa imagen simpática y entrañable que suelen presentar en las novelas y películas, eran delincuentes que, acordes a su estilo de vida, carecían de escrúpulos. Ahí está el ejemplo reciente del Índico.

En ese sentido, la serie televisiva Black sails se aproxima un poco más a la verdadera historia de la piratería. Y eso que muchos de sus protagonistas no existieron, ya que son personajes de La isla del tesoro, como Flint, John Silver o Billy Bones. Pero los otros sí son históricos. Y como muestra de la cara menos amable, que los guionistas se atreven a plasmar, por la pequeña pantalla desfilan varios nombres ya de resonancias míticas.

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Piratas vistos por Howard Pyle/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Así, podemos ver a Edward Teach, más conocido como Barbanegra, famoso por el pánico que desataba entre sus víctimas al abordarlas desde su The Quenn Anne’s Revenge ofreciendo un temible aspecto: fuerte, rubicundo, de barba enmarañada y armado de forma estentórea -en su bandolera llevaba tres pistolas y en el cinturón varias armas blancas-, exhibía un sombrero con cabos encendidos que funcionaban como auténticos e intimidadores efectos especiales.

También está Charles Hornigold, mucho más amable en el trato a los asaltados y jefe de Barbanegra hasta que se separaron. Acabó por aceptar un perdón real y dedicándose a cazar a sus antiguos compañeros. Persiguió especialmente a dos: uno fue Stede Bonnet, otro pirata caballeresco apodado Gentleman que no sale en la serie y ora se dedicaba a ese delictivo oficio, ora aprovechaba también un perdón, ora volvía a las andadas; el otro, Charles Vane.

Al contrario que los anteriores Charles Vane, capitán del Ranger, era absolutamente refractario a cualquier autoridad hasta el punto de haber rechazado los indultos que se le ofrecieron. Famoso por conseguir adueñarse de Nassau durante un tiempo y por la crueldad que solía emplear con víctimas e incluso con sus propios hombres, al final éstos se hartaron de él por saltarse el código de la piratería y fue depuesto por su contramaestre, que lo abandonó junto a sus incondicionales en una barca.

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Otro pirata de Pyle/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Jack Calicó Rackham era ese contramaestre. Un tipo apuesto e inteligente, que vestía con cierta elegancia y que diseñó la célebre Jolly Roger, la bandera que mostraba una calavera con dos espadas cruzadas debajo sobre fondo negro (imagen de abajo). Tras independizarse de Vane, Rackham estableció una relación sentimental con Anne Bonny, a la que se le uniría luego Mary Read. Cuando su barco fue capturado, con todos borrachos, ellas dos fueron las únicas que opusieron una resistencia seria a los soldados.

Anne Bonny era una joven de familia acomodada pero con un carácter tan infernal que, tras enamorarse de un marinero, rompió con su padre, incendió la plantación de éste y se lanzó a la vida aventurera. En Nassau se unió a Rackham y en una de sus correrías encontraron a un muchacho de extraña belleza que resultó ser otra mujer, Mary Read. A partir de entonces, los tres siguieron juntos hasta ser apresados. Ellas dos se libraron de la horca alegando estar estar embarazadas.

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Duelo de piratas (Howard Pyle)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Colgar del extremo de una soga fue el final habitual de la mayoría, como les pasó a Bonnet, Vane o Rackham, que también tenían en común haber luchado en la Guerra de Sucesión española. Barbanegra y Hornigold, también veteranos de aquel conflicto, murieron en combate y un naufragio respectivamente, mientras Mary Read lo hacía de fiebres al poco de ser apresada. No les fue mejor a sus predecesores en el oficio durante el siglo anterior, como William Kidd o el Olonés, el primero ahorcado y el segundo devorado por una tribu caníbal.

Las excepciones fueron Anne Bonny, que logró escapar, quizá por mediación de su acaudalado padre (aunque se desconoce que fue de ella, si se retiró a un convento o se casó para llevar una vida normal) y Henry Morgan, que había abandonado la piratería para convertirse en gobernador de Jamaica y llegó a viejo.

La edad de oro de la piratería caribeña se cerró con la muerte en 1722, también en combate, de Bartholomew Roberts (que no sale en Black sails), otro que combatió en España y que, culto y elegante, fue uno de los de mayor éxito y prestigio al sumar cientos de asaltos y redactar un código de conducta para sus tripulaciones. A partir de ahí, las autoridades española e inglesa fueron imponiendo su superioridad naval y aquella indómita forma de vida empezó a decaer.


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