Bajar al Infierno no debe ser tan difícil cuando medio planeta está lleno de entradas. Malo para el pobre Satanás, que necesitará de todos sus demonios como porteros, aunque bien pensado quizá no haga falta vigilante alguno porque parece difícil imaginar que alguien quiera traspasar voluntariamente esos umbrales. Especialmente viendo, oliendo y sintiendo lo que de ellos emana.
De todas formas, no todas esas múltiples puertas son de fácil acceso. Una de ellas está en un sitio tan poco frecuentado como Darvaza, una pequeña aldea situada en pleno desierto del Karakorum, en Turkmenistán. El país entero, que mide unos 350.000 kilómetros cuadrados es desierto en un 70%. Lo bueno que tiene es que es un territorio rico en petróleo y, sobre todo, gas natural.
Precisamente este último es la causa originaria de la apertura de la puerta en cuestión, porque en realidad es lo que queda de un pozo de prospección de gas. O mejor, dicho, un agujero que se abrió accidentalmente como resultado de ella, tragándose buena parte parte del equipo y la maquinaria para siempre, dadas las considerables dimensiones que tiene: 60 metros de diámetro y 20 de profundidad.

Los ingenieros y geólogos soviéticos que estaban realizando la operación en 1971 habían dado de forma casual con una gruta subterránea que se desmoronó. No hubo pérdidas humanas pero, no sabiendo qué había allá abajo exactamente, decidieron prenderle fuego para quemar el gas, si era el caso, y evitar que sus nocivas emanaciones pudieran constituir una amenaza. Así podrían también recuperar el material hundido.
Según sus cálculos, en unas semanas estaría todo consumido pero se equivocaron: la caverna era mucho más grande de lo previsto y, desde que se inflamó, el subsuelo no ha parado de arder. Ya van ya más de cuatro décadas y no se sabe cuánto más podría seguir así, ya que toda la zona constituye un gigantesco yacimiento de gas natural, uno de los mayores del mundo.
Los lugareños no tardaron en encontrarle un nombre perfecto: la Puerta del Infierno, no sólo por la oquedad y las llamas sino también por el intenso olor a azufre que despide incluso a distancia. Un auténtico espectáculo, si se quiere ver en positivo, que lamentablemente no puede ser explotado turísticamente de la forma adecuada porque se encuentra a 260 kilómetros de Ashgabat, en medio de la nada. Lo cual es una pena porque, si ya resulta curioso de día, de noche adquiere un aspecto impactante.
Por increíble que parezca, alguien consiguió entrar a ese peculiar averno; fue el pasado mes de julio, cuando George Kouronis descendió con un traje protector para recoger microorganismos en una arriesgada aventura patrocinada por National Geographic. Habrá que ver si alguien más puede seguir sus pasos, pues Gurbanguly Berdimuhamedow, presidente de Turkmenistán, ya expresó hace cuatro años su deseo de cerrar el pozo o limitar sus efectos de alguna forma, temiendo que el fuego pueda propagarse a las bolsas de gas natural de la región.
O sea, quería cerrar la Puerta del Infierno. Mas la cosa no resulta nada fácil y, viendo las dificultades técnicas, ha optado por dar un giro estratégico. La última propuesta es crear las infraestructuras y transportes necesarios para convertirlo en un destino turístico. Parece cosa del demonio.
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