El pasado mes de octubre, durante un blogtrip a Bolivia con motivo de la celebración en La Paz de un evento sobre turismo e indigenismo, las autoridades locales nos agasajaron a todos los participantes con una cena en un escenario espléndido: el patio del Museo Nacional de Etnografía y Folklore, que tiene su sede en el espléndido Palacio de los Marqueses de Villaverde.
Evidentemente, se trata de un edificio colonial de 1730, declarado Monumento Nacional en 1930 y reaprovechado para ubicar en su interior una importante colección de trajes, máscaras, cerámica y numismática, tanto del período prehispánico como del posterior hasta nuestros días y que los blogueros españoles invitados tuvimos el privilegio de ver en una rápida visita nocturna a puerta cerrada.
Pero no es del museo de lo que quería hablar hoy, ni de sus piezas. Ni siquiera de la cena que disfrutamos luego, amenizada por un popular músico boliviano. El objetivo de este post es comentar una de las delicias del país, una bebida típica que se sirvió en vasos a la llegada, a manera de recepción, para ir haciendo boca durante los discursos protocolarios y el pequeño espectáculo de danzas carnavalescas de Oruro que se representó en el precioso patio principal.
Me refiero al singani, un aguardiente obtenido a partir de la destilación de la uva moscatel de Alejandría. Hay que tener en cuenta el cultivo vinícola se introdujo en Bolivia a partir del descubrimiento y explotación de las minas de Potosí y que, sin embargo, dadas las dificultades que presentaban la orografía y el clima, se optó por sustituir la producción de vino por destilados.
El singani está considerado la bebida nacional boliviana por excelencia, dado que la chicha es igualmente característica pero no es exclusiva del país y su consumo se extiende por toda América del sur e incluso Central. Tiene Denominación de Origen, por lo que su elaboración debe atenerse a una rígida normativa que incluye la obligatoriedad de producirse a un mínimo de 1.650 metros de altitud sin se trata del llamado Gran Singani, por ejemplo. El primer producto, fermentado en cubas y destilado en alambiques con temperaturas estrictamente controladas para impedir que se pierda el aroma, alcanza unos 70º pero luego se ajusta con agua.
Ese licor, originario de los valles de Tarija, Chuquisaca y Potosí, se puede tomar solo o como parte alcohólica de cócteles. Según explicaron los camareros, lo que nos sirvieron era uno llamado chuflay, que lleva un cuarto de singani, hielo y ginger ale, decorado con una rodaja de limón. Tenía un nítido color amarillo, parecido al del orujo de hierbas, cierta gasificación resultante de su combinación con la citada ginger ale y un sabor dulce pero fuerte.
El chuflay se asocia históricamente a los trabajadores ferroviarios, que lo popularizaron a caballo de los siglos XIX y XX como una versión del combinado favorito entonces de los ingenieros ingleses, que mezclaba ginebra y ginger ale sustituyendo la primera por singani ante la dificultad de su importación.
De hecho, chuflay es una palabra que derivaría del nombre original, short fly, que se usaba para referirse a los atajos (en este acaso, en alusión a la rapidez con que embriagaba). Al menos eso dice una de las teorías puesto que, como es habitual, hay otras. Es el caso de la que sitúa la expresión original en sure fly (vuelo seguro), aunque en el fondo el sentido es el mismo.
Elijan la que quieran pero, si se deciden a probar el chuflay, recuerden la receta: mitad de singani, mitad de ginger ale (o gaseosa), una rodaja de limón y un par de cubitos de hielo.
Foto1: DGFritz en Wikimedia
Foto 2: Jorge
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