Todo el mundo sabe que Vincent Van Gogh sufría cierto desequilibrio mental que le hizo llevar una vida torturada y, al final, le arrastró al suicidio. Pero en 2011 se publicó una biografía que cuestionaba el dramático desenlace y proponía una teoría alternativa y asombrosa: Van Gogh no murió por su propia mano sino que fue asesinado.
La obra, firmada por los ganadores del premio Pulitzer Steven Naifeh y Gregory White Smith y titulada La vida de Van Gogh, reconstruye esa última fase de la vida del artista con la ayuda de un forense y le da un giro a la visión que teníamos hasta ahora, basada fundamentalmente en otro libro, Lust for life, escrito por Irving Stone en 1934 y adaptado al cine por Vincente Minelli en 1956 bajo el título El loco del pelo rojo; sí, la de Kirk Douglas.
Según la versión clásica, un Van Gogh desesperado y angustiado por alucinaciones de cuervos que le atacan, termina pegándose un tiro en medio del trigal que intenta plasmar en lienzo, poco después de dejar una nota en un árbol con la frase póstuma «Estoy desesperado. No veo ninguna manera de salir». La agonía duró más de un día. Sin embargo, el nuevo libro cuestiona todo esto, al igual que hace con el trabajo de los forenses de entonces.
Steven Naifeh y Gregory White Smith ya habían biografiado en 1998 a otro pintor, el abstracto Jackson Pollock, provocando una gran polémica al concluir que el machismo de que hacía gala sólo era una tapadera de su homosexualidad. Como suele pasar, unos aplaudieron el trabajo por valiente y otros lo rechazaron acusando a los autores de ser gays ellos mismos y querer atraer al movimiento a famosos.
Para el nuevo libro acudieron al archivo de la Fundación Van Gogh de Ámsterdam, que está al lado del museo. Los archiveros les ayudaron cuanto pudieron, facilitándoles montones de carpetas y traduciéndoles su contenido. Incluso les dejaron acceder al sancta-sanctorum del lugar, un depósito denominado La Bóveda, normalmente restringido y que guarda obras y cartas del artista. Resulta que la famosa nota de suicidio no existe y que se trata únicamente de un borrador de la última carta que escribió a Theo, su hermano, enviada el mismo día del óbito (27 de julio de 1890).
Una epístola redactada en un tono muy diferente al que le conferiría un hombre torturado: al contrario, es optimista e incluso exultante porque había conseguido varios encargos de cuadros. Además, ningún vecino del pueblo de Auvers -donde murió- le vio ese día, pese que se supone que cargó con su caballete y su caja de pinturas (por cierto, desaparecidas) hasta el campo en pleno verano, igual que no se pudo encontrar testigo alguno del suicidio.
Asimismo, los autores plantean otras preguntas: ¿quién se autodispara en el abdomen en vez de en la cabeza si quiere matarse, por muy loco que esté? ¿Por qué la trayectoria de la bala presenta un ángulo de entrada bajo y oblicuo? Más aún, el primer tiro no logra su propósito y le deja malherido pero en vez de repetir se dirige tambaleándose hasta su casa. Ése fue el dictamen de los médicos que le atendieron en su lecho de muerte aquellos últimos momentos… Doctores que eran un obstetra y un homeópata, no precisamente expertos en heridas de bala.
El libro también pone en tela de juicio la locura de Van Gogh, atribuyéndose su invención a un pintor amigo, Émile Bernard, con quien mantenía activa correspondencia, para aprovecharse. El famoso incidente de la oreja cortada sería fruto de su interesada imaginación. La policía apenas investigó el fallecimiento del artista y en cualquier caso, no se conservan los documentos pertinentes. Según relatos posteriores, el gendarme local interrogó a Bernard durante la agonía de Van Gogh y le preguntó si sabía que tenía intención de suicidarse, a lo que contestó que sí, dejándole perplejo.
También está los testimonios de Adeline Ravoux, la hija del dueño de la casa de Auvers donde se alojaba Van Gogh (y donde murió), y de Paul Gachet, vástago del famoso médico amigo del artista. Adeline tenía trece años entonces y no habló hasta 1953, contando entonces lo que su padre le había narrado medio siglo antes; su relato, sin embargo, quizá por el paso de tantos años, resulta confuso y continuamente cambiante.
En cuanto a Gachet, que tenía diecisiete años en 1890, dedicó su vida a inflar su papel y el de su padre en aquella historia. Algo que les convenía porque ambos habían saqueado prácticamente el estudio del pintor nada más morir éste, llevándose sus cuadros. Fue él precisamente el que aportó el dato de que Van Gogh se había disparado en los trigales de Auvers; testimonio que Vincent, sobrino del artista (era hijo de Theo) y fundador del museo actual, considera «muy poco fiable».
Redactar La vida de Van Gogh llevó a sus autores más de cinco años y el resultado es la insólita teoría de que no murió por su propia mano sino tiroteado por los hermanos Secrétan y su pandilla, un grupo de jóvenes que había encontrado en el pintor una víctima propicia para sus continuas bromas pesadas: meterle culebras en la caja de pinturas, animar a las prostitutas a que se burlasen de él, estropearle los pinceles con chicle… Hasta que una vez se les fue la mano y le dispararon sin querer. Al menos René, uno de ellos, admitió haberle dado el arma (que no se conserva).
El eslabón más débil de esa teoría es por qué Van Gogh no les denunció, algo que el libro explica con que no quiso arruinarles la vida al ser tan jóvenes. Ahí queda la duda, aunque los expertos del museo dedicado al artista insisten en el suicidio, apoyado por análisis forenses recientes de la herida, quemada por la pólvora de un disparo a corta distancia.
Vía: Vanity Fair
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