Aún me dura la satisfacción por el viaje -efímero pero intenso- que realicé a Bolivia el pasado mes de octubre en compañía de otros blogueros españoles. En su momento les ofrecí una breve semblanza de La Paz (por cierto, hay que felicitarla por ser elegidas una de las 7 World Wonder Cities) y hoy voy na hacer otro tanto sobre la que fue la última jornada: una visita al Parque Nacional de Madidi, situado en una región homónima del noroeste.
Dicha región está constituida por un ecosistema diferente al que habitualmente pensamos cuando hablamos de ese país y se nos vienen a la mente las montañas y altiplanos andinos. Hablamos de un bosque húmedo cuya superficie ronda los diecinueve mil kilómetros cuadrados y que forma parte de la Amazonía boliviana, siendo una de las reservas de biodiversidad más grandes del mundo, con cerca de un millar de especies.
Volamos desde la capital con una compañía de nombre muy a propósito, Amaszonas, en un avión minúsculo de hélice, divertidísimo siempre que uno no fuera demasiado alto y tuviera que avanzar por la cabina casi a cuatro patas so pena de golpearse la cabeza contra el techo. El trayecto duró una hora y terminó con el aterrizaje en el aeródromo de Rurrenabaque, esquivando las vacas que paseaban por la pista y siendo recibidos en la sencilla terminal por un perro que dormitaba tan tranquilo en la sala de espera.
Se notó instantáneamente el cambio de clima. De la helada matutina con que dejamos La Paz pasamos al calor tropical y la característica densa humedad que se pega a la piel, confirmando el fascinante paso del paisaje andino al amazónico, de la roca a la selva, que habíamos contemplado desde las alturas.
Rurrenabaque es una pequeña localidad asentada junto al río Beni que cuenta con una población inferior a veinte mil habitantes. Calles amplias sin más tráfico que esporádicos pasos de los peculiares vehículos locales, casas bajas, mucha madera en la arquitectura, palmeras omnipresentes y montañas circundantes tapizadas de verde frondosidad. Parece uno de esos sitios con fuerte sabor local idóneos para tomarse unos días de relax alejado del turismo de masas; comprendí al perro del aeródromo.
Pero ya había un programa previsto y, tras un desayuno en una pastelería típica, embarcamos en una de las largas lanchas construidas con la técnica tradicional para hacer un recorrido fluvial de hora y media aproximadamente, pasando del Beni al Tiuchi, que nos llevó hasta Caquiahura. Es una parte de la selva que se hace a pie por un sendero que, a duras penas, se abre camino por la densa vegetación hasta llegar a un imponente farallón rocoso que parece cortado a pico y horadado por oquedades donde los rojos parabas -una especie de papagayo- hacen sus nidos.
Dado el escaso tiempo disponible, no tuvimos suerte con la fauna mayor (jaguar, oso, tapir, primates diversos) y sólo las aves (que allí son el once por ciento de todas las mundiales) se dignaron mostrarse esa mañana pese a que nuestro guía, un indio tacano local, intentó hacer salir de la espesura a una serpiente y una gran araña que únicamente él consiguió vislumbrar; pero al final no lo logró y permanecieron entre el follaje, a salvo de aquellos molestos intrusos.
Sin embargo el paseo no resultó en vano, pues a cada paso aparecía una sorpresa, un detalle singular: ora unas hormigas en formación transportando hojas, ora un viejo tronco caído festoneado con setas, ora un árbol que se traslada gracias a que sus raíces se mueven en busca de sol… Y, a mediodía, la comida también nos deparó cierto asombro al ver sacar el pescado de su curioso sistema de conservación (dentro de un tubo de bambú o envuelto en grandes hojas) y luego probarlo cocinado de varias maneras.
No fue en un restaurante sino en el albergue de San Miguel de Bala, un establecimiento preparado para ofrecer alojamiento en cabañas a un turismo no masivo y sostenible. De hecho, después fuimos invitados a visitar la aldea de la comunidad, en la que nos dieron a probar una bebida de caña de azúcar recién cortada y prensada por nosotros mismos. Tengo ganas de volver.
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