A la mayoría de los animales les gusta el sabor dulce, incluyendo, por supuesto, a los humanos. No digamos ya si son crías. Pero hay un grupo bastante amplio que no es tan entusiasta; un grupo que lleva plumas. Buena parte de las aves no se sienten en absoluto atraídas por ese sabor, lo cual es curioso teniendo en cuenta que muchas de ellas picotean casi cualquier cosa. No es que no lo coman pero si puede elegir optarán por la alternativa no azucarada.
Pues bien, este misterio podría estar solventado gracias a un estudio reciente cuyos resultados ya se han publicado en la prestigiosa revista Science. La autora es Maude Baldwin, estudiante de posgrado de la célebre Universidad de Harvard, cuya tesis propone que todo se debe a la herencia genética que las aves recibieron de sus antepasados, los dinosaurios.
La mayor parte de los vertebrados poseen genes de la familia T1R. El emparejamiento de T1R1 con T1R3 sirve para detectar sabores salados, mientras que la combinación T1R2 con T1R3 detecta azúcares. Y resulta que tras estudiar el genoma de diez especies diferentes de aves, Baldwin encontró que las insectívoras y granívoras tienen los genes T1R1 y T1R3, con los que captan los aminoácidos en insectos y semillas, pero carecen del gen T1R2, fundametal para saborear lo dulce.
Y es que los pájaros son descendientes de los dinosaurios terópodos, es decir, los carnívoros que caminaban con sus patas traseras y cuyo organismo estaba adaptado a nutrirse de las proteínas (agrupaciones de aminoácidos al fin y al cabo) que obtenían de la carne de sus presas. No necesitaban azúcares, cuyo producto es el glucógeno; al menos no en grandes cantidades, porque el resto de energía que necesitaban la obtenían del sol (eran eso que se llama animales de sangre fría).
La sorpresa llega cuando vemos que el colibrí, por ejemplo, obtiene buena parte de sus alimentos de fuentes azucaradas. Cada día consume más de su propio peso en néctar de las flores y se sabe que gusta también de probar edulcorantes artificiales como el eritritol y sorbitol. ¿Cómo los detecta si carece del gen T1R2? Para averiguarlo, Baldwin recurrió a la ingeniería genética, descubriendo que los receptores T1R1 y T1R3, los que en otras especies captan aminoácidos, en los colibríes tienen una mutación que invierte los sabores.
Se supone que en otros tiempos, los colibríes tampoco eran capaces de detectar el azúcar pero sí frecuentaban las flores en busca de insectos y al comerlos quizá consumieran néctar accidentalmente con cierta frecuencia. La aparición de una mutación les habría permitido degustar ese líquido como nueva fuente de energía complementaria y hacerlos evolucionar en ese sentido.
Ahora se abre un nuevo escenario de investigación: estudiar otras aves que también gustan del azúcar a través de la fruta, como los loros por ejemplo, y averiguar si también experimentaron mutaciones genéticas o es otro mecanismo natural el que explica su fisiología.
Vía: The Conversation
Foto: Laitche en Wikimedia
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