Acabo de regresar de Escocia y hay que decir que el país entero da al turista exactamente lo que espera de él si no más, aunque creo una obligación dedicar un post especial a Edimburgo por ese cierto olvido en que suele caer cuando se habla de las grandes capitales europeas; porque siempre se citan París, Roma, Londres, Viena y alguna otra cuando la escocesa tiene poco que envidiarles para convertir la visita en una experiencia deliciosa.
A despecho de su turbulenta historia y de una ubicación difícil, sobre colinas, al estilo romano y con el imponente Castillo como gran punto de referencia, pasear por Edimburgo proporciona una agradable sensación que combina tranquilidad con sorpresa a cada paso. Si encima la estancia es en verano, cuando la metereología se aviene a reducir su exhaustivo ritmo de lluvias y las calles rebosan actividad por la celebración del festival internacional, la sensación es la de una ciudad amistosa, alegre y abierta a todos.
La Royal Mile (Milla Real) es la columna vertebral conectando el mencionado castillo con el Palacio de Holyrood, dos extremos que acaparan una atención especial. El primero es la versión local de la Torre de Londres, acogiendo tras sus recios muros igual versatilidad: fortaleza, palacio, prisión, cuartel, memorial bélico… Destacan especialmente la Capilla de Santa Margarita (el edificio más antiguo de Edimburgo), el Gran Salón, los museos militares, las joyas de la corona y dos cañones, uno antiguo y monstruosamente enorme (el Mons Meg) y otro moderno, que todos los días a la una dispara una salva.
Respecto a Holyrood, decir que es la residencia oficial de la Familia Real cuando visita Escocia así que cabe imaginarse las comodidades, la belleza y la Historia que atesora. Allí vivió la omnipresente en el recuerdo María Estuardo, allí resisten los restos de la abadía seminal, allí nombraron Sir a Sean Connery y allí desembarcan oleadas de japoneses, algunos incluso arrastrando aún su equipaje.
Volviendo a la Milla Real, a lo largo de sus dos kilómetros semipeatonales se reparten algunos de los lugares más destacados para la cámara fotográfica del viajero, como el museo Camera Obscura, el Scotch Whisky Heritage Centre, la Catedral de St. Giles, la casa de John Knox (el introductor del protestantismo en el país), la iglesia Canongate o el moderno Parlamento (diseñado por un arquitecto español). A su alrededor creció la Old Town a base de laberínticos callejones, escalinatas y angostos closes (pasadizos) que desembocan en recoletas miniplazuelas -patios más bien-.
Constreñida y superpoblada, fuente de epidemias y escenario de crímenes siniestros -todo lo cual se puede «vivir» visitando el agobiante Mary King’s Close-, esa Ciudad Vieja terminó siendo ampliada en el siglo XVIII por una New Town de diseño racionalista en la que, pese a los esfuerzos gubernamentales, se instalaron sólo las clases acomodadas. Es la zona de las casas georgianas, las elegantes squares, la National Portrait Gallery y los edificios monumentales de los bancos, con la comercialísima Princess Street como arteria principal y Calton Hill como rincón más fotogénico.
Podría extenderme eternamente hablando de los otros museos (el de los Escritores, el de la Guerra, los de arte…), los abundantes parques (Holyrood Park, East Princess Street Gardens, Queen Street Gardens, Regent Gardens), los preciosos cementerios (Geyfriars, West Princess Street), las estatuas y monumentos (al adorado Walter Scott, a Richard Burns, al perrito Bobby) o el puerto (donde está el retirado yate real Britannia), entre mil cosas más. Pero la lista es casi inagotable, así que les sugiero una idea mejor: visiten Edimburgo.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.