Aunque sé que cada uno es un mundo, nunca he entendido a quienes son incapaces de probar la gastronomía de otro país. Viajar a un lugar remoto, exótico, y empaparse de monumentos, paisajes, museos o costumbres pero luego, a la hora de comer, meterse en un burguer o una pizzería, por no hablar de quienes buscan desesperadamente un restaurante español me parece absurdo. Puede hacerse un día si la comida local te sentó mal, no te gustó o simplemente estás un poco harto de ella en tan poco tiempo. Pero hacerlo por sistema…
En fin, luego hay tradiciones culinarias más sabrosas que otras. O, al menos, más familiares para los gustos de quien viaja desde aquí. En ese sentido comer por los países europeos no debería ser tan traumático, digo yo. En Portugal, por ejemplo, hay bastante parecido con España, sobre todo para el que guste de los pescados, aunque allí sean típicos algunos que aquí no lo son tanto; la estrella es el bacalhau (bacalao), del que se dice que 365 formas de prepararlo, una por cada día del año. También se consume tamboril (rape), marisco (allí no ponen pinzas sino un mazo) y otras cosas. Lo mejor, acompañarlas de un buen vino luso; yo me quedo con el vinho verde.
Francia, por su parte, tiene fama clásica de poseer la mejor gastronomía del mundo. Será algo exagerado pero lo cierto es que es posible elegir entre la nouvelle cuisine de los restaurantes exquisitos y la casera tradicional del típico bistrot, con formule (menú del día) o plat de jour (plato del día), quedando a medio camino entre ambas opciones la brasserie. De todas formas hay importantes diferencias según la región. Eso sí, es casi obligado probar los caracoles, la fantástica bollería -el desayuno es el momento perfecto- y los quesos, incontables, de todo tipo y con Denominación de Origen: Emmental, Camenbert, Raclette, Valençay…
Los renuentes a comer cosas extranjeras suelen hacer una excepción con la cocina italiana, sea en trattoria o ristorante, porque la pìzza es, actualmente, prácticamente universal. Desde la introducción desde Oriente de la pasta -de la que hay múltiples variantes, como los quesos galos, no sólo espaguetis y macarrones-, la gastronomía del país transalpino ya no tiene nada que ver con la de la antigua Roma, como se puede comprobar en la Guía gastronómica local de Housetrip; sin embargo se suelen olvidar los segundos platos, donde destaca sobre todo la carne, salvo en las zonas costeras. A la hora del postre, los helados italianos tienen justa fama (los del pequeño pueblo de San Gimignano ganaron un premio mundial). Y para beber pasa lo mismo con los vinos; el Lambrusco o el Moscato se han vuelto muy populares. Y licores como el Desaronno o el Limoncello también.
En cambio, Grecia sí que conserva una tradición culinaria ancestral, muy parecida a la de milenios atrás: verduras, ensaladas, carnes (cordero, cabra) y pescados a la parrilla, hierbas aromáticas, aceitunas, alcaparras, miel y, como en todo el Mediterráneo, aceite de oliva. La comida típica empieza con un mezze (entrante) seguido del plato principal acompañado de ensalada y pan. Platos típicos son la moussaka, el avgolémono, las hojas de parra rellenas de arroz, el tzatzíki, la spanakópita, etc. Para el postre seguro que no faltan yogur griego, bollos de miel, baklavas o tarta de higos, terminando todo con un licor típico como el ouzo. Lo confieso, tengo una debilidad especial por la comida griega.
Guarda cierto parecido con la vecina balcánica. De Croacia, país productor de buenos vinos, tanto blancos (Malvazija, Posip, Muskat…) como tintos (Teran, Opolo, Plavac), se pueden mencionar platos como brodet (guiso de arroz y pescado), manistra od bobica (sopa de maíz con judías) y un postre llamado orehjaca (dulce de nueces, harina, levadura y azúcar). En Eslovenia predominan las carnes, sobre todo un jamón curado denominado kraski prsuf.
En Bosnia-Herzegovina la cocina también se basa en la carne a la brasa, de la que un buen ejemplo es el bonsaki lonac (estofado de ternera con coles), así como un pastel llamado bureo (de carne o queso). Por último, decir que Serbia está considerada la capital gastronómica de la Europa del este; al igual que Montenegro, recibe influencias de Grecia y Turquía.
Una Turquía que, a su vez, comparte cosas con la cocina árabe (Egipto, Jordania, etc). Ésta suele llenar la mesa de pequeños platos y salsas, un poco como hacen los chinos. Suele haber hummus (un puré de garbanzos), falafel (croquetas de legumbre), tahina (salsa de sésamo), kebab (no es como el turco -eso lo llaman shawarma– sino brochetas de carne a la brasa), kofta (picadillo de cordero con especias) y té a todas horas, de varios sabores: menta, hierbabuena, manzana…
En el caso turco, donde domina el arroz de mil maneras, hay que citar también el khave, o sea, café, que se sirve muy cargado y sin azúcar. Si se visita Marruecos, todos los caminos conducen inevitablemente al tajín, un consistente cocido de garbanzos, cordero, cuscús, dátiles, pasas y varias cosas más, todo servido en un pintoresco cacharro cónico de barro.
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