Aunque desde 1981 Lawrence Kasdan se fue labrando cierto prestigio como director de cine (Fuego en el cuerpo y El turista accidental son sus mejores obras), antes de eso era conocido por su labor como guionista para George Lucas, ya que fue él quien firmó los libretos de El Imperio contraataca y En busca del arca perdida. Ésta última es la que nos atañe en este post.

Porque sería interesante preguntarle a Kasdan hasta qué punto se inspiró en un personaje real para crear a Indiana Jones. Me refiero al estadounidense Roy Chapman Andrews, un aventurero que, como era típico en la época, aglutinaba diversos campos científicos en su trabajo. La arqueología, curiosamente, no estaba entre ellos, pero sí la paleontología y el naturalismo, que le llevaban a vivir una existencia de viajes y peripecias como la del personaje de Spielberg.

Aunque Chapman no pretenda ser un reflejo de Indy, que se inspira en los seriales matinales, en las revistas pulp y en otras películas (vean El secreto de los incas y se asombrarán del vestuario de Charlton Heston, por ejemplo), tiene más de una coincidencia con él. Entre ellas el haber desarrollado la parte álgida de su carrera entre los años treinta y cuarenta, hacer un decisivo viaje a Oriente, usar sombrero de fieltro y experimentar multitud de peripecias en las que más de una vez hubo que echar mano del revólver. Quizá le faltó el látigo.

Roy Chapman Andrews en Mongolia / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El caso es que, nada más graduarse, el joven Roy Chapman Andrews (1884-1960) se ofreció al Museo de Historia Natural de Nueva York para trabajar como limpiador y conserje mientras esperaba que quedase una vacante. La primera libre fue de taxidermista y como tal empezó su vida profesional. En 1907 fue esa disciplina la que le otorgó la oportunidad de una seminal misión fuera: recuperar el esqueleto de una ballena varada en la costa de Long Island. Luchando contra una fuerte tempestad que amenazaba enterrar la pieza, consiguió su objetivo y así empezó a hacer trabajo de campo.

En 1920, tras una visita a China y Kapón, convenció al director del museo para organizar una expedición a Asia en busca de fósiles de homínidos y mamíferos prehistóricos. Entre 1922 y 1939 se desarrollaron cinco de esos viajes por regiones poco conocidas del interior de Mongolia, afrontando todo tipo de peligros: desde tormentas de arena o nieve a inundaciones, pasando por guerras civiles e intentos de asalto de bandidos, contundentemente rechazados. Aquellos convoyes que combinaban automóviles de época y camellos reunieron un ingente material fotográfico, botánico, zoológico, geológico y paleontológico.

Entre lo más preciado figuraba un acantilado en el desierto de Gobi que resultó ser un excepcional yacimiento de huesos y huevos de dinosaurio y que se encontró por casualidad, gracias a que Chapman se había perdido en una salida. Aquellos farallones de arenisca rojo descubrieron a la ciencia especies que hoy nos son familiares, como el protoceratops o el velociraptor, además de mamíferos cretácicos extinguidos como Zalambdalestes, Djadochtatherium y Deltatheridium.

Chapman, que terminaría siendo director del museo neoyorquino, publicó el relato de sus aventuras en varios libros, entre ellos uno cuyo título le identificaba: This business of exploring (El negocio de la exploración). Era buen escritor y encima tenía una habilidad innata para atraer la atención del público, presentándose a sí mismo como un aventurero de esos que tanto gustan. «Yo nací para ser un explorador (…) Nunca hubo ninguna decisión que tomar. No podía hacer otra cosa y ser feliz» decía. Lo dicho, como Indiana Jones.


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