Visitar cementerios turísticos es algo muy interesante. Gratificante, incluso, puesto que hay algo especial en eso de acercarse a la tumba de algún famoso y rendirle un pequeño homenaje, al margen de la posible belleza física que pueda tener el sitio. Si alguien poco acostumbrado está pensando que se trata de una rareza se halla en un error porque los camposantos se han incorporado a los circuitos turísticos y algunos incluso facilitan planos señalizando las sepulturas más atractivas para el visitante, como pasa en París o Roma, por ejemplo.
Ahora bien, hay casos en los que la propia necrópolis, por razones diversas, es la protagonista. En este apartado hay que incluir al que probablemente sea el cementerio más inaudito que existe, la llamada Ciudad de los Muertos de El Cairo; un nombre bastante paradójico porque lo que ha hecho famoso a ese impresionante lugar es precisamente el hecho de estar habitado por gente. Viva.
Situado al pie de las colinas Mokattam, al sureste de la capital egipcia, en realidad allí lo llaman simplemente El’arafa, que significa El cementerio. Pero nadie se engaña. Decenas, cientos de miles de personas -no se sabe cuántas a ciencia cierta- se han instalado allí al carecer de otro sitio donde establecer su hogar, dado que la mayoría perdieron el suyo en la Guerra de los Seis Días contra Israel. Llegaron a El Cairo en busca de fortuna y sólo los muertos los acogieron.
La bélica no fue la única causa que empujó a la gente a vivir allí. También la especulación urbanística, que demolió manzanas enteras para hacer nuevas viviendas, desahuciando a montones de vecinos y originando otra paradoja: en la ciudad hay docenas y docenas de bloques sin terminar -un barrio entero, de hecho- que también habían acabado por ser ocupados ilegalmente, hasta que sus ocupantes fueron obligados a dejarlos. Y así, mientras montones de familias tienen que habitar en tumbas y mausoleos, los edificios se quedaron a medio hacer y no se permite el paso a nadie, formando una especie de fantasmal zona de ladrillo rojo.
Volviendo al cementerio, debe ser curioso eso de que un conocido te reciba en su casa abriendo la puerta de un sepulcro o de los pisos que han levantado encima. Tomar un té con varios cadáveres en el subsuelo, aparte de enganches eléctricos piratas y aseos que no se sabe a dónde van a dar, sin que falten las antenas parabólicas, claro. O incluso acudir a un taller mecánico o artesano improvisado entre tumbas. Así a lo largo de casi siete kilómetros, pues en realidad la Ciudad de los Muertos está formada por dos necrópolis unidas.
Lo irónico es que en ellas hay rincones históricos de épocas pasadas, como la Mezquita-Mausoleo de Quait Bey, que es del siglo XV, o el Mausoleo de Ibn Barquq, de tiempos de los mamelucos del XIV (los buryíes al norte y los bahríes al sur). Pero, aunque dicen que son auténticas obras de arte, no puedo confirmárselo personalmente porque no las ví, ya que resulta un poco cortante eso de hacer turismo entre la miseria. Sí pude otear una perspectiva general desde la entrada.
El caso es que igual el turismo podía hacer algo por esa gente, dado que nadie más se preocupa por ellos, salvo los dueños de algunos sepulcros que les pagan para que no los estropeen y los mantengan limpios.
Foto: Blago Tebi en Wikimedia
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