No sé si saben que la Riviera Maya es en realidad un concepto inventado por empresarios turísticos en 1998 para darle un nombre más atractivo a la costa del estado mexicano de Quintana Roo; más concretamente, el territorio que recorría la carretera 307 desde Cancún hasta Belice, aunque la Riviera ocuparía sólo un centenar y medio de kilómetros, sin llegar al sur.

Se trata de un paisaje espléndido, un auténtico paraíso bañado por el Caribe que hasta mediados del siglo XX permanecía en estado semisalvaje, casi inexplorado, en parte por el insistente autonomismo de sus habitantes, en parte por la acción devastadora de los huracanes y en parte porque era el refugio de bandidos que usaban la espesura de la selva para ocultarse de la justicia.

Pero sus magníficas playas y los restos de ciudades mayas constituían un potencial turístico demasiado jugoso para desaprovecharlo. Algunos nombres ya son familiares, incluso para quienes nunca han pisado esos lares: Cancún, Playa del Carmen, Cozumel, Xel-Há, Xcaret…

Algunos de estos sitios eran pequeños y tranquilos pueblos pesqueros hace veinte o treinta años; hoy se dedican básicamente al turismo, acogen montones de hoteles y presentan una amplia variedad de posibilidades de ocio y entretenimiento plasmadas en la multitud de multitud de ofertas a la Riviera Maya que hacen las agencias.

Hablando de mayas, hay dos importantes rincones con ruinas de esa civilización (aunque dipersas por la región se pueden encontrar muchísimas, más modestas o peor conservadas): Tulum y Cobá. De la segunda, en el interior y rodeada por un mar de vegetación, les hablaré otro día. Hoy me voy a centrar en la primera, asomada a las turquesas aguas caribeñas sobre un acantilado y con una minúscula playa a sus pies, tan encantadora como habitualmente abarrotada.

Imagen: DEZALB en Pixabay

Esa ubicación costera es única en el mundo maya, lo que hace pensar a los arqueólogos e historiadores que se trataba de un puerto comercial a donde llegaban influencias culturales de otras culturas (sobre todo toltecas); de ahí el eclecticismo arquitectónico que muestra. Su nombre actual significa muralla, si bien en su período de esplendor, el Postclásico (1200-1450 d.C.), era conocida como Zamá (alba o amanecer).

Cuando en 1518 la descubrió el español Juan de Grijalva aún estaba habitada. La describió dciendo que era tan grande como Sevilla y con la torre más alta que había visto nunca, una exageración derivada de haberla oteado sólo desde su barco, cuando navegaba frente a al costa, y por encima del grueso muro de cuatro metros de altura que la rodeaba perimetralmente y que aún se conserva.

La torre en cuestión era lo que hoy se conoce como El Castillo, sin duda la edificación más emblemática de Tulum pero relativamente modesta en dimensiones. Es un templo dedicado a Kukulkán (Quetzalcoátl), la Serpiente Emplumada, que se cree que servía también de faro para los navegantes a tenor de las ventanas que tiene, en cuyo interior se encenderían hogueras.

El otro rincón importante es el llamado Templo de los Frescos, obviamente por las pinturas que lo decoran. Pero hay más: el Templo de las Series Iniciales (el más antiguo, del siglo VI), el Templo del Dios Descendente, las casas de las Columnas, Halach Uinik y el Cenote, el Grupo Kukulkán, etc.

Una visita, en suma, muy interesante pero que la mayoría de los turistas hacen más para bañarse en la pequeña playa (presidida por la silueta del castillo en lo alto del farallón, desde donde se baja por una escalera de madera) que por Tulum en sí.


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