Si han visto la película La balada de Narayama (Shohei Imamura, 1983), recordarán que cuenta una triste historia basada en la costumbre, terrible, de un pueblo japonés: en tiempos pasados, cuando la gente alcanzaba la ancianidad se convertía en una carga para sus familiares, ya de por sí con dificultades para la subsistencia, por lo que la tradición impelía a abandonarlos en lo alto del monte Narayama.
Una leyenda similar se cuenta sobre Aokigahara, una zona boscosa de unas tres mil hectáreas que se extienden por la falda del Fujiyama, en su ladera noroeste: durante la época feudal, las epidemias y hambrunas obligaban a dejar allí a viejos y niños a los que no se podía mantener para que la naturaleza siguiera su curso. Inevitablemente, surgieron historias sobre los yurai (fantasmas de los fallecidos violentamente) de aquellos desdichados, que seguirían vagando por entre las oscuras sombras de la floresta.
El asunto era lo suficientemente jugoso como para que en 1960 el escritor Seicho Matsumoto situara en ese bosque el escenario final de su novela Nami no Tou, en la que la pareja protagonista se quita la vida. No está claro si ya antes eran generales los suicidios allí, pero desde entonces se multiplicaron hasta el punto de que Aokigahara es el segundo rincón del mundo donde más hay, sólo superado por el Golden Gate de San Francisco. Incluso hay obras que facilitan el hacerlo, como el Kanzen Jisatsu Manyuaru (El completo manual del suicidio) que publicó Wataru Tsurumi en 1993.

¿Cuánto significa eso en números? Desde los años cincuenta del siglo XX, aproximadamente medio millar de personas, la mayoría menores de treinta años. El récord se registró en 2003 con más de un centenar de muertos; al menos ésa es la última cifra conocida porque las autoridades niponas no han vuelto a facilitar datos para no alentar tan trágica actividad. No sólo eso sino que incluso han colocado angustiosos carteles en varios idiomas con el mensaje Tu vida es valiosa y te ha sido otorgada por tus padres. Por favor, piensa en ellos, en tus hermanos, e hijos. Por favor, busca ayuda y no atravieses este lugar tú solo.
Y es que todos los años se organizan batidas para localizar y recuperar los cadáveres que se van acumulando mes a mes, labor nada fácil porque el terreno está cubierto de cenizas volcánicas endurecidas que dificultan el trabajo de excavar. Además, no sólo se buscan suicidas, ya que otra leyenda habla de que quien se interna en la frondosidad de Aokigahara termina perdiéndose y dejando allí la vida; la creencia popular -errónea- lo achaca al magnetismo del suelo ferroso, que vuelve locas las brújulas, por lo que muchos marcan el camino con cinta adhesiva, recreando la idea de Teseo en el laberinto del minotauro. Esas cintas suelen quedar allí, como un último eslabón con la vida.
No obstante, un apunte final más prosaico: no todos los que eligen el lugar para matarse lo hacen por seguir la romántica tradición sino para evitar que sus familiares deban sufragar los gastos que el suicidio provoque, tal como exige la ley si se tiran al paso del Metro o se lanzan desde un viaducto a la calzada, por ejemplo.
En fin, ya saben que la sociedad japonesa es tremendamente exigente: la verguenza ante los fracasos y los escándalos, así como cierta deshumanización, son los elementos que fatalmente combinados con ese ancestral sentido del honor colocan al país del Sol Naciente a la cabeza de las tasas de suicidio. O sea, lo contrario que aquí.
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