Ahora que ha muerto Peter O’Toole me veo obligado moralmente a escribir un post sobre Jordania porque él fue uno de los responsables de que me decidiera a visitar ese país hace unos años, desde que le vío recorrer el techo del tren que acababa de asaltar, aclamado por sus tropas y tremolando al aire su blanca, inmaculadísima chilaba.
Vale que estaba encarnando a T.E Lawrence -ya saben, Lawrence de Arabia-, pero las únicas imágenes que tenemos de éste son en poco glamouroso blanco y negro y carentes del aura visual que el actor irlandés -a las órdenes de David Lean, eso sí- le aportó incrementando aún más su carácter heroico (aunque sin omitir sus puntos oscuros). La magia del cine, ya saben.
Por supuesto que lo más destacado de Jordania son la emblemática Petra (a la que, por cierto, Indiana Jones también impulsó turísticamente) y el Wadi Rum, la una con esa fantástica ciudad rupestre nabatea y el otro con la magnificiencia que otorgan ciertos desiertos con determinadas formaciones rocosas. Uno también disfrutó con la urbe romana de Jerash, muy bien conservada y donde resulta un curioso espectáculo ver a un gaitero jordano, con su traje típico, tocando en pleno teatro; o viendo el mosaico de Mádaba, con la representación más antigua que se conoce del mundo mediterráneo.
Tampoco me olvido de la mágica subida al Monte Nebo, desde donde la tradición dice que Moisés vislumbró la Tierra Prometida en su último aliento antes de morir; ni de la mágica experiencia de flotar en el Mar Muerto por más intentos que hiciera por sumergirme (algo no muy recomendable, dada la altísima salinidad de sus aguas, que deja los ojos muy irritados).
Hasta la capital, Ammán (¿sabían que antaño se llamaba Filadelfia?), que no es especialmente bonita pero sí acogedora, tiene rincones interesantes repartidos por las siete colinas sobre las que se asienta, al igual que Roma. De hecho, romanos son los restos de la Ciudadela (Templo de Hércules, Odeón, teatro…) y además investigados por una expedición arqueológica española.
Ahora bien, había un lugar que tenía personal interés por conocer: Áqaba. No porque sea un sitio especialmente turístico, ya que es pequeño y apenas cuenta con un fuerte mameluco, restos de la muralla y un museo, atrayendo a los visitantes sobre todo por la posibilidad de practicar submarinismo en los bellísimos fondos del Mar Rojo (es la única salida al mar de Jordania). No. Yo quería verlo porque su conquista fue el objetivo de los árabes de Lawrence, que atravesaron el desierto para asaltarlo por sorpresa, dado que por mar era imposible por las defensas que tenía.
En la película, durante esa travesía, tiene lugar una de las mejores escenas: aquella en la que Lawrence se interna solo en el desierto para buscar a un oficial perdido, haciendo caso omiso de sus hombres, que aducen que ya habrá muerto porque «todo está escrito». Pero el galés lo encuentra vivo y regresa al campamento espetándoles un rotundo y ya clásico «¡Nada está escrito!». Más tarde se verá obligado a ejecutarlo y de nuevo resonarán las proféticas palabras de sus beduinos.
En fin, que tomé el ferry desde el puerto egipcio de Nuweiba y pasé una tarde en Áqaba sólo por esa escena. Llámenme friki pero luego me compré una chilaba blanca con su tocado a juego e incluso un cinturón provisto de gumía, tal cual se ve en la imagen de cabecera, y seguí descubriendo las maravillas de Jordania. No puedo sino recomendarlas.
Foto: Aviad 2001 en Wikimedia
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