Medellín es una mariposa. Un coleóptero que, tras las correspondientes fases de crisálida y pupación, ha pasado de presentar el siniestro aspecto de gusano blanco de la droga al de unas bellas alas polícromas y un vuelo grácil con las que alejarse de la imagen anterior y seducir al visitante. Y a todos nos gustan las mariposas.
No es una metáfora exagerada. Por invitación del Convention & Visitors Bureau, algo así como la oficina de turismo municipal, he tenido ocasión de conocer la que antaño fuera la capital colombiana de la cocaína, un sinónimo mundial de violencia y narcotráfico que ahora ha experimentado una transformación tan intensa que quienes la conocieron hace veinte años tendrán la sensación de haberse equivocado de destino si regresan.
Y es que el cambio ha sido integral. María Camila y Juan David, mis anfitriones en esta visita -un agradecido saludo desde España-, explicaban con chispa y orgullo a partes iguales que los paisas, nombre con que se conoce a los vecinos de Medellín, decidieron acometer esos cambios para reconvertir la ciudad en un entorno habitable, moderno, ecológico y atractivo turísticamente. Fueron lo suficientemente verracos, como dicen allí (aclaremos que los colombianos usan esta palabra como sinónimo de valiente u osado), para coger el toro por los cuernos, como de forma similar decimos aquí, y someter a esa localidad colombiana a un lavado de cara integral.
Así, Pablo Escobar ya sólo es un personaje de la página más negra de la historia, la guerrilla parece en vías de extinción, la ecología prima en muchos niveles del urbanismo y la delincuencia ha disminuido hasta situarse en índices equiparables a cualquiera de los sitios que nunca nos provocarían dudas. Hoy en día es posible pasear por Medellín sin temor, cámara en mano, incluso por lugares donde antes era impensable.
Un buen ejemplo podría constituirlo la zona que comprende Andalucía, Popular y Santo Domingo, un barrio de favelas ancladas a lo largo de la ladera de una montaña; lugar pobre, con casas de ladrillo visto y tejados de chapa donde reinan los graffitis y los gatos callejeros, y donde algún que otro niño se acerca para ofrecerte sus servicios como improvisado cicerone a cambio de una pequeña propina, que hasta 1995 estaba aislado, como una especie de ghetto. Pero ya no; ahora se ha incorporado al resto del casco urbano, al igual que otras zonas similares, gracias a un curioso concepto: la Cultura Metro.

Lo pongo con mayúsculas porque ha pasado de ser una expresión a un nombre, un auténtico eslógan. El Metro, que en Medellín no viaja bajo tierra sino en puentes elevados sobre las calles, como en las imágenes clásicas de una ciudad futurista -y la ciudad no mira al pasado sino al futuro precisamente-, no es un mero sistema de transporte ciudadano sino un elemento integrador, a la manera de lo que se intenta en España con el AVE.
En la citada zona se ha completado con algo más osado e imaginativo todavía: el Metro Cable, un teleférico que permite a sus habitantes bajar al centro y luego regresar sin echar medio día en el traslado; no es moco de pavo, si se tiene en cuenta que tan insólito medio es usado cada día por más de medio millón de personas. Además, el Metro Cable permite acceder, coronando la cima del monte y pasando al otro lado, al Parque Arví: toda una reserva natural en el linde urbano y en la que, aparte de practicar senderismo, se puede descubrir alguna de las tradiciones más ancestrales y curiosas del lugar, como la de los silleteros.
Sigan el vuelo de esta mariposa durante los próximos posts y podrán añadir Medellín a su agenda turística como otro posible destino, porque encontrarán plazas con tantas esculturas como paseantes, castillos góticos, hoteles hippies de luxe -valga el contraste- donde es posible pagar el alojamiento sin dinero, plantaciones donde el café crece a la sombra de bananos y otros frutales para impregnarse de su esencia y muchas cosas más.
Más información: Convention & Visitors Bureau de Medellín
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