
Decir Colombia es decir café. Un sinónimo que resulta de cajón, incluso para aquellos que no sepan que el entorno de Medellín está compuesto por un hermoso paisaje, verde y montañoso, donde crecen exuberantes cafetales que alumbran algunos de los mejores cafés del mundo. Y, sin embargo, irónicamente, muchos de sus habitantes permanecen al margen de esa experiencia gastronómica. O así era hasta hace poco.
Sí, asómbrense. Los mejores cafeteros de Medellín están embarcados en una doble cruzada: por un lado, imponer ante el público la calidad ancestral de su producto sobre la cantidad inalcanzable de otros macropaíses como Brasil; por otro, lograr revertir ese viejo -y tan a menudo exacto- adagio que dice «en casa del herrero, cuchillo de palo». Porque, al parecer, los pequeños agricultores de plantas de café a quienes compran las plantaciones más grandes venden lo mejor de sus cultivos y se contentan con beber café expreso de supermercado.

Así me lo contó, entre triste y divertido, David Molina, durante la visita que hice al Laboratorio de Café de la finca La Española, en Valparaíso, a un centenar largo de kilómetros al suroeste de Medellín ciudad. La idea propuesta por el Convention & Visitors Bureau era pasar una jornada en el lugar, aprendiendo cómo se cultiva, recoge y sirve el café. Y, en efecto, tuve ocasión de sorprenderme con cosas tan variopintas como ver sembrar el café a la sombra de árboles frutales diversos para comprobar si éstos aportan sus aromas a las plantas, descubrir que crudo sabe a fruta dulce, contemplar el proceso de lavado, secado y selección del grano o aprender las diferentes formas de filtrarlo para su correspondiente degustación.
Ah, porque allí beber café no tiene nada que ver con la taza apresurada del desayuno o la del descanso del trabajo a media mañana. Una cata de café en Medellín ya implica una parafernalia ritual similar a la que hacemos aquí con el vino, por ejemplo. Tras filtarlo se deja descansar cuatro minutos (¡cronómetro en mano!) y entonces se le retira la capa espumosa formada en la superficie. Llega así el momento de olerlo, probarlo a pequeños sorbos, intentar identificar los tonos y sabores…

Reconozco que yo no soy un buen cafetero -he heredado más bien el gusto clásico español por el chocolate- y me costaba distinguir uno (con notas precisamente de chocolate) de otro (con notas de vino) o de un tercero (con notas de frutas del bosque). Eso sí, cualquiera que lo deguste -incluso yo- captará enseguida el cambio respecto a los cafés peleones comunes. Además, allí lo hacen mucho más suave.
En fin, la estancia en La Española permite vivir esa experiencia de forma especialmente intensa quedándose a pernoctar, una línea de negocio complementaria. Yo incluso fui un paso más allá y conseguí que me permitieran montar uno de los caballos de la finca; se llamaba Maximiliano, un precioso y noble híbrido de apaloosa y portugués que pertenece a la propia dueña del sitio, quien me lo cedió amabilísimamente y me dejó trotar a mis anchas. No encontré palabras de agradecimiento suficientes hacia su deferencia.

Un último apunte: quienes no tengan oportunidad de salir del casco urbano de Medellín para llegar a un cafetal pero quieran probar las mil y un variantes que ofrece el mejor café antioqueño (Antioquia, así, sin tilde, es el nombre del departamento o región a que pertenecen la ciudad y las zonas mencionadas), la cafetería-tienda Pergamino, sita en la Vía Primavera, Carrera 37, tiene una larga carta de espressos, filtrados, preparaciones manuales con Denominación de Origen, cafés fríos, tés, chocolates y repostería. Los hay con panela, cococa, miel, vainilla, salsa de caramelo…
Un paraíso para los amantes de esta bebida, a la que se rinde un auténtico homenaje; y, si no, vean el tatuaje temático que exhibe en su antebrazo el encargado.
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