Imagen: LoggaWiggler en Pixabay

Ya he hablado con anterioridad de Machu Picchu en otros posts pero el tema vuelve a presentárseme sobre el papel (o mejor, sobre el teclado) por dos razones. La primera, que prácticamente acabo de regresar de allí, pues lo visité en la primera mitad de agosto; la segunda, que las autoridades turísticas peruanas registraron por esas mismas fechas un máximo de 4.100 visitantes en un día en la impresionante ciudadela inca, rebasando -casi doblando- el límite diario establecido en su Plan Maestro por ellas mismas de 2.500 personas.

Por lo visto, yo fui uno de esos 4.100. El director del parque arqueológico explica ese exceso por la elevada afluencia de «turistas nacionales, extranjeros y delegaciones de escolares»; pues sí, claro, no iban a ser incas que aún se ocultaban allí. La cuestión es para qué elaborar un plan si luego no se cumple. Y eso que se intenta evitar la concentración de masas incitando a los visitantes a repartirse por los cuatro rincones que hay aparte de la zona urbana: las montañas Huayna Picchu y Machu Picchu, el Puente Inca y el Intipunku, la puerta de acceso para quienes llegan andando tras recorrer durante días el Camino del Inca.

Es cierto que éramos muchos. Yo madrugué a horas que aquí consideraría inadmisibles con el objetivo de subir temprano, ya que había sacado billete para ascender al Huayna Picchu (es esa montaña con forma de pepino que siempre vemos en las fotos, detrás de la ciudad) a las 7:00 (sólo hay dos turnos de entrada). Así que a las 5:30 de la mañana ya me dirigía a tomar alguno de los autobuses que salen de Aguas Calientes, el pueblo que hay al pie de Machu Picchu, encontrándome con una fila de cientos de metros. La cosa va rápido porque los buses salen continuamente, pero imaginen cómo sería en hora punta.

Yo no necesité imaginarlo. Para iniciar la subida al Huayna también hubo que esperar cola, aunque menor porque no todo el mundo está dipuesto a hacer el esfuerzo de subir allá arriba o de pagar el dinero extra que ello supone, pero al bajar para hacer la visita a la ciudadela poco antes de media mañana aquello ya rebosaba gente por todas partes. Hombre, no llegaba a los niveles de, por ejemplo, la Acrópolis ateniense, pero quienes damos cien vueltas buscando el mejor plano del monumento para fotografiarlo sin nadie lo teníamos complicado (en plano general lo conseguí, como ven en la imagen; de cerca fue más difícil).

Y es que en los puntos más destacados del sitio, como la Piedra Sagrada, el Templo del Cóndor, el Palacio Real, la Cámara de los Ornamentos o el Templo del Sol entre otros, había que esperar a que terminara su explicación el guía del grupo precedente para poder ver algo. En el Intihuatana la cosa fue aún más grave porque coincidí con una legión de japoneses empeñados en retratar hasta la última brizna de hierba y escuchar no sólo a su guía sino también al mío, aunque se supone que no entendían ni una palabra.

En fin, Machu Picchu es bastante más grande que la Acrópolis y, aparte de las físicas, tiene establecidas limitaciones de acceso (al menos en teoría, como vemos); si no, no quiero ni imaginar el agobio. De hecho, cuando reservé la entrada on line el proceso fue tan complicado que llegué a pensar que la página web oficial era -es- deliberadamente enrrevesada (entre otras cosas no acepta la Ñ) para desesperar al usuario y obligarle a desistir, estableciendo así una primera criba.

Incluso la cima del Huayna Picchu estaba como dicen que está la del Everest con buen tiempo, es decir, sin apenas espacio -en un sitio ya de por sí escaso de metros cuadrados- para hacer la correspondiente panorámica o, simplemente, disfrutar de las vistas corroborando que mereció la pena subir hasta allí.

El problema -bendito problema- es que Machu Picchu supera cualquier expectativa que uno se haga, y en mi caso las expectativas eran estratosféricas. Así que si cualquier día de éstos puedo volver, aunque sea pegándome codazos para avanzar entre la multitud -japoneses incluidos-, lo haré sin pensarlo. O como dijo aquel aficionado taurino tras una desatrosa corrida de Curro Romero: «La próxima vez va a venir a verte tu padre… y yo también».

Más información: Expreso.info

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