Para la mayoría de los turistas, Madrid se reduce a unas pocas cosas básicas: los tres grandes museos de arte (El Prado, Thyssen y Reina Sofía), el Palacio Real, la Plaza Mayor y, yéndose al otro extremo, el Santiago Bernabéu. En parte es lógico, porque si tienes unos pocos días tratas de ver lo típico; pasa también en otras grandes capitales.

Pero es una lástima, claro, pues la ciudad está llena de rincones que seguro que satisfarían a quienes los visitaran. Entre ellos están las iglesias. Las hay a montones y todas, especialmente si son antiguas, cargadas de historias fascinantes y sorprendentes. La mayoría de esos templos pasan desapercibidos, no digamos ya las susodichas historias. Hoy vamos a hablar de uno: la iglesia de San Plácido, donde ocurrieron unos estrambóticos sucesos en el siglo XVII.

La iglesia pertenecía al convento homónimo, uno de los mejores ejemplos de arquitectura renacentista en la capital. Era un cenobio de la orden benedictina, que aún se alza en el número 9 de la calle San Roque, fundado por una dama noble, doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado, que había renunciado a casarse con el poderoso don Jerónimo de Villanueva, ministro del rey Felipe IV. Fray Lorenzo de San Nicolás diseñó el edificio entre 1655 y 1658, construyéndose en el mencionado estilo renacentista, aunque de transición al barroco.

La sucesión de incidentes acaecidos en aquella comunidad es tan larga y compleja de contar como curiosa e interesante: posesiones diabólicas de monjas, exorcismos, encuentros nocturnos de las hermanas con hombres (entre ellos Villanueva, que vivía en una casa anexa y había mandado hacer un pasadizo por el que se colaba al convento acompañado del conde Duque de Olivares y del mismísimo Felipe IV). Semejante desbarajuste obligó a la Inquisición a intervenir, dictando al final del proceso varias condenas de cárcel para varios de los implicados, entre ellos el confesor del convento y la priora, que era doña Teresa.

No obstante, el caso más famoso llegó tiempo después, cuando el monarca, cuya afición a las faldas era sobradamente conocida, se enamoró de una hermosa novicia y un día informó a la superiora de que esa noche entraría para conocerla más íntimamente. La resolución del espinoso asunto es célebre: la priora organizó el funeral de la joven monja y la hizo yacer en un ataúd rodeada de velones, como si hubiera muerto, para así salvaguardar su virtud. Cuando el rey entró en la estancia por el pasadizo secreto y se la encontró de esa guisa, se llevó tal impresión que salió corriendo y nunca más volvió al convento; al menos a esas horas y con tales intenciones.

De todas formas, la iglesia de san Plácido también merece una visita por otras razones, como la colecciónde obras de arte que atesora: la Anunciación de Claudio Coello, las estatuas de los pilares que hizo Manuel Pereira, el Santo Cristo Yacente en el Sepulcro de Gregorio Fernández, los frescos de Francisco Ricci y Martín Cabezalero para la cúpula…

Y, sobre todo, el celebérrimo Cristo crucificado que pintó Velázquez (o sea, lo que popularsemente se conoce como el Cristo de Velázquez) para decorar la sacristía, donde estuvo hasta que Godoy lo sacó en 1808 para su colección privada y que ahora se puede contemplar en el Museo del Prado, aunque se ha dejado una copia exacta en el templo.

En suma, razones suficientes para hacer sugestiva una visita a esta iglesia declarada Monumento Histórico Nacional en 1943 e imaginarse al que llamaban Rey Planeta correteando por los pasillos detrás de las monjas. Pero como éste sitio hay muchos más en Madrid, con un pasado igual de inaudito.

Foto: Luis García en Wikimedia Commons.

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