Cuando decimos infierno nos referimos generalmente al concepto religioso judeocristiano. Pero si hablamos de la mitología clásica deberíamos hablar más bien de inframundo. El inframundo griego estaba gobernado por Hades, hijo de Cronos y Rea, quienes le dejaron en herencia el mundo subterráneo mientras que a sus hermanos Zeus y Poseidón les legaban los cielos y los mares respectivamente.
El inframundo pasó a ser así el reino de Hades, identificándose el nombre de su dios con el del propio lugar aunque éste era conocido como Érebo y estaba dividido en varias áreas: el Elíseo (un feliz más allá para los héroes), los Campos de Asfódelos (para la gente normal) y el Tártaro (el lugar más profundo, una especie de infierno para los malvados). Esto es una simplificación, claro, porque no hay una sola descripción de los mitos griegos sino un sinfín de ellas. Después los romanos rebautizaron a Hades como Plutón y recuperaron la idea del inframundo llamándolo Averno u Orco.
El reino de Hades estaba regado por los ríos Aqueronte, cocito, Flegetonte, Leteo y Estigia, este último el que los muertos debían cruzar pagando al barquero Caronte (por eso era costumbre depositar una moneda en la boca de los cadáveres) antes de su enterramiento o incineración; por cierto, sin éstas no podría acceder al inframundo y jamás encontraría la paz.
Dejándose llevar un poco por la imaginación ¿se imaginan lo alucinante que sería encontrar la puerta a ese más allá? Pues fue hallada hace unos pocos años en el suroeste de Turquía por una misión arqueológica italiana de la Universidad de Salento. Lamentablemente no está guardada por Cerbero, el can de tres cabezas, ni se ven entrar las sombras de los fallecidos. De hecho, más que entradas se aprecian salidas, las de los vapores sulfurosos que emanan del interior y que pueden matar a quien los inhale, tal como describía Estrabón en el siglo I a.C
Francesco D’Andria es el arqueólogo que dirigió la expedición a Hierápolis, antigua capital de Frigia que hoy en día tiene un nombre que sonará, y mucho, a los turistas: Pamukkale. En ese lugar hay restos de templos, teatro, canalizaciones hidráulicas y muchas construcciones más de época romana, pero lo más conocido, lo que atrae la atención de las cámaras fotográficas y suele ilustrar los catálogos de las agencias de viajes, son las terrazas blancas originadas por al abundante carbonato cálcico del agua.
Y resulta que en un entorno tan idílico apareció también lo que se bautizó como la Puerta de Plutón, la entrada al reino de Hades. Un acceso a una cueva, flanqueado con columnas jónicas y una inscripción en el dintel dedicada a las deidades reinantes, además de una escalera que desciende hacia el interior, en el que se hacían sacrificios de bueyes. Porque constituía un importante centro religioso y de peregrinación.
Los peregrinos se bañaban en una piscina de aguas termales cercana y pernoctaban allí mismo para acceder a un estado de consciencia superior, fruto de las propiedades alucinógenas de algunos de los gases que brotaban de la tierra. Así se mantuvo el sitio hasta que en el siglo VI d.C, se impuso el cristianismo, acabando con aquellas ceremonias paganas. Los frecuentes terremotos de la región destruyeron el sitio y lo sumieron en el olvido, ocultándolo hasta la actualidad.
La imagen muestra una reconstrucción digital realizada por el equipo de arqueólogos. En ella se aprecian el templo, la piscina, un graderío y, debajo, la puerta con las emanaciones gaseosas.
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