Cuando hablamos de iglesias turísticas, especialmente si son católicas, tendemos a imaginarnos unos edificios imponentes, representantes de la mejor arquitectura del momento y llenos de tesoros y obras de arte. Algunas no son tan espectaculares pero sí valiosas por su antigüedad. En todo caso, cuando son modernas,suelen presentar un aspecto futurista salido del talento de algún arquitecto de renombre. Pero si uno viaja a la región chilena de Arica y Parinacota, al norte del país, se encontrará unos templos dignos de formar parte del Patrimonio de la Humanidad por su valor y rareza.
Retrocedamos en el tiempo hasta el siglo XVI, cuando los primitivos pobladores aymaras de la zona resistían obcecadamente los intentos de penetración de los españoles en aquel territorio tan árido y duro que constituía el altiplano, a 4.000 metros de altitud. Las minas de plata de Potosí dieron vida a la región hasta que se agotaron. Entonces cogió el testigo la industria salitrera durante los siglos siguientes.
En ese contexto, los misioneros intentaron ganarse a los indígenas y en vez de levantar catedrales o grandes iglesias optaron por identificarse lo más posible con los usos lugareños. Así fue cómo construyeron pequeños templos de adobe y madera, a menudo con techo de paja, muy similares a las viviendas típicas locales pero mezclados con el llamado estilo barroco mestizo. Lugares muy modestos que hoy nos resultan extraños, pintorescos por la fusión de culturas que suponen, y que suman aproximadamente una treintena.
Durante mucho tiempo no estuvieron bien conservados debido al abandono del medio rural que supuso la fundación de la ciudad de Arica y a la endeblez de los materiales constructivos. Sin embargo, un plan de restauración desarrollado por la Fundación Altiplano desde hace un par de décadas ha permitido recuperarlos y que se incorporen a los todavía incipientes circuitos turísticos.
Cualquier visitante por esos contornos debería acercarse a ver, por ejemplo, la iglesia de Parinacota, erigida en el año 1670. Rodeada por un muro de adobe que forma una especie de plaza frente a la fachada, escenario de fiestas y ceremonias, que se traspasa por puertas moinumentales de piedra volcánica rosada. Su nave, de 33 metros de longitud y 6 de altura, también es de adobe, aunque blanqueado con cal. Cuenta con campanario exento y varios murales de principios del siglo XVIII.
Monumento histórico desde 1979, junto a otros templos de la comunidad de Putre, como el de Isluga, se intenta que la UNESCO lo incluya en su lista de Patrimonio de la Humanidad.
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