Brasilia es una rara avis urbana. Una ciudad artificial (entendiendo por tal el hecho de haber sido rigurosamente planificada, como pasó antes con Washington, San Petersburgo y alguna otra) creada para ser la capital del país, situada en el interior para ayudar al desarrollo de esa desolada zona y concebida como marco de una sociedad utópica sin diferencia de clases, todos esos objetivos se fueron deshaciendo en un fracaso que precisamente le otorga el encanto algo eṕico de los perdedores que cayeron en una misión imposible.
Aunque, efectivamente, es la capital federal, ni ha logrado enriquecer el estado de Goiás donde se ubica ni su sociedad es distinta de la de cualquier otra gran ciudad: el centro está poblado por poco más de medio millón de personas, funcionarios y burócratas de la administración en su mayoría, tal como se pensó originalmente; pero eso fue hace medio siglo y desde entonces no ha crecido más que en los barrios pobres de la periferia, donde malvive el triple de gente. Brasilia es un clásico ejemplo de sitio en el que nadie quiere instalarse.
A pesar de todo es la cuarta ciudad del país, por detrás de la locura de Sao Paulo (11 millones de habitantes), Río de Janeiro y Salvador de Bahía. Estas dos últimas se repartían tradicionalmente la capitalidad hasta que en el siglo XIX empezaron a surgir voces proponiendo trasladarla al interior alejándose de la inseguridad de la costa. La Constitución republicana de 1891 incluso lo recogió en un artículo pero no se llevaría a la práctica hasta 1956.
Los tres mejores arquitectos de Brasil fueron los encargados de plasmar aquel sueño: Lucio Costa, Óscar Nienmeyer y Burle Marx. Lo hicieron realidad en poco más de dos años, pues a la par que se construía se iba instalando la gente de manera que en 1960 se consideró prácticamente terminada la ciudad. La extensión inacabable de la sabana de Goiás se había transformado en territorio del hombre, cubierto de hormigón, aunque hay que reconocer que con un resultado de gran belleza.
Pues sí porque, a pesar de todas las críticas que se le puedan hacer, Brasilia es un lugar hermoso, repleto de amplias avenidas arboladas (la de Das Nacoes incluso tiene paralelo el Lago de la Paranoa), plazas (los Tres Poderes), edificios oficiales (Justicia, Congreso) y palacios (Planalto, Itamaratí), a todo lo cual se pueden añadir el Teatro Nacional, la Catedral Metropolitana, el Santuario Dom Bosco y una reserva ecológica (Parque Nacional de Brasilia).
Suficiente, en opinión de la UNESCO, para haberle concedido en 1987 la categoría de Patrimonio de la Humanidad, la única ciudad del siglo XX con esa distinción. No está mal, teniendo en cuenta que hace 56 años no existía.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.