Imagen: Eduardo Manchon en Wikimedia Commons

Hace ya unos cuantos años que estuve en Alicante, invitado por un amigo al que debía devolver una visita. Alojado no en su casa sino en el chalé de las afueras que sus padres nos cedían por estar fuera, aún sonrío cuando recuerdo la presentación que me hizo del plan para aquellos días: sobre un gran mapa de la provincia colgado de la pared iba desgranando cada jornada, advirtiendo antes del día y la hora y señalando el lugar correspondiente con un largo puntero de madera, como si de una operación militar se tratase.

El primer día lo dedicamos a la ciudad, subiendo hasta el monte Benacantil para conocer el Castillo de Santa Bárbara. Es una maciza fortaleza árabe del siglo IX (aunque antes hubo allí asentamientos iberos, púnicos y romanos) que desde su paso a manos cristianas experimentó importantes y sucesivas reformas, las más importantes de tiempos de Carlos V y su hijo Felipe II.

Me impresionaron cosas como los bombardeos que sufrió tanto por parte de los franceses borbonistas, durante la guerra de Sucesión, como por la fragata española Numancia, que se enfrentaba al Estado en nombre de aquel delirio decimonónico del cantonalismo. También los graffitis dejados en sus recios muros por los presos republicanos de la Guerra Civil, entre los cuales, me contó mi anfitrión, estuvo su abuelo.

Paseando por las almenas entre los montones de gatos que ahora eran los únicos guardianes y haciendo frente a un fuerte viento que soplaba desde el mar, cuya visión era espléndida desde aquellos 165 metros, no pude evitar esbozar una sonrisa al descubrir que algunos de los cañones del siglo XVIII que aún resistían el paso del tiempo habían sido construídos en la fábrica de Trubia, en mi Asturias natal.

Alicantino Castillo Santa Bárbara

Terminado el tour del día regresamos al asfalto de las calles que se difuminaban a nuestros pies como un espejismo, fruto del tórrido calor vespertino del Levante, y decidimos concluir con un baño en El Postiguet. Desde esta pequeña playa, situada en pleno casco urbano, se obtiene la vista más espectacular y turística del castillo: aquella en la que las rocas del monte toman la caprichosa forma del perfil de una cabeza de árabe con su turbante y que se puede encontrar en miles de postales con el nombre de Cara del Moro (foto 2). Y, ya puestos, nos dimos un baño hasta medianoche aprovechando la calidez de las aguas mediterráneas.

Todo lo cual está sacudiendo interesadamente mi subconsciente, recordándome que hace mucho que no veo a mi amigo y diciendo que ya es hora de enmedarse y en mejores condiciones que antes: entonces era más joven y debía economizar al máximo, por lo que viajé en autobús; ahora, en cambio, puedo seguir el boom de las líneas aéreas y aprovechar que El Altet, el aeropuerto de Alicante, se halla a sólo 9 kilómetros de la ciudad. Voy a buscar la agenda…

Fotos: 1- Zarkos en Wikimedia 2-Joan Banjos en Wikimedia

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