Si alguna vez alguien soñó con retirarse temporalmente a un pintoresco, luminoso, acogedor y pequeño pueblo a orillas del Mar Mediterráneo, sin duda, ese podría ser Sidi Bou Said o Sidi Bou como es más conocido popularmente en Túnez.
Cuentan que en la antigüedad, en este mismo lugar en el que habitaron diferentes pueblos y civilizaciones como la fenicia, griega, romana o la turca-otomona, el mismísimo general cartaginés, Anibal, también se dejó seducir por estas pequeñas tierras. Siglos después, los árabes construirían aquí una fortaleza defensiva, con faro incluido, para proteger y difundir el desarrollo del Islam a lo largo y ancho del “Mare Nostrum” siendo conocido a partir de entonces como “Yebel Menara”, el monte del faro. Posteriormente, alcanzaría fama de centro sagrado convirtiéndose además en lugar de peregrinación gracias a la figura del místico y poeta sufí, Abu Said El Bají que se establecería aquí a finales del siglo XII, cuya mezquita y mausoleo aún sigue en pie con sus resplandecientes cúpulas blancas y a quien se le dedicó el nombre del pueblo en su honor “Sidi Bou Said”.
A partir de los siglos XIII y XIV, coincidiendo con la caída de Al-Andalus y la, posterior, expulsión de los musulmanes de nuestro país, fueron muchos los que optaron por recorrer el Norte de África hasta acabar en esta carismática localidad trayendo consigo parte de la esencia de la rica cultura árabe-andalusí que se había gestado en el sur de nuestra península y que aún permanece patente en cada una de las calles, callejones y rincones de este peculiar pueblo costero. Curiosamente, uno de los personajes más importantes del mundo de las letras en Túnez y, quizás, uno de los historiadores y pensadores árabes más influyentes e importantes, Abd Ramman Ibn Jaldum conocido en España como Abenjaldún o Ibn Khaldun (siglo XIV), vivió durante un tiempo en Al-Andalus, concretamente en Córdoba y Sevilla, realizando valiosísimos trabajos y ensayos historiográficos, sociopolíticos, filosóficos y económicos.
Bien entrado el siglo XIX, muchas familias adineradas o pertenecientes a la nobleza, en gran parte europeas, motivadas por el exotismo que despertaba la sociedad árabe, empezaron a construir y rehabilitar antiguos edificios con el objetivo de establecer sus residencias de verano dotando a la localidad de cierto elitismo. En ese sentido, debemos citar la importante labor del barón francés Rodolphe d’Erlanger (1872-1932), un reconocido mecenas además de pintor, musicólogo experto en música árabe (siendo el mismo el fundador del Centro de Músicas Árabes y Mediterráneas “Dar Ennejma Ezzahra”, toda una institución cultural de referencia), amante y defensor de mantener las tradiciones en Sidi Bou Said, que consiguió llegar a un acuerdo con el gobierno tunecino creando conjuntamente un decreto de ley que obligara a sus habitantes a respetar el estilo original de las casas y construcciones e incluso se les proporcionara la pintura necesaria para mantener, de forma regular, las tonalidades de blancos y azules que, desde hace años, han definido la personalidad de este pequeña ciudad, hermosa y cautivadora donde las haya.
En la actualidad, pocas villas pueden presumir de una arquitectura tan exquisita, y en perfecto equilibrio, sólo propia del arte, el refinamiento y el conocimiento andalusí. Casas bien ordenadas y superpuestas a lo largo y ancho del acantilado, inmaculadas paredes de cal, desbordantes geranios y rosales en diferentes rojos y fucsias adornando las fachadas, tejados “a cuatro aguas” típicos de Al-Andalus, exóticas y exuberantes terrazas con hermosas vistas al Mar Mediterráneo, paseos de palmeras de diferentes tamaños y variedades, sus característicos arcos de bóveda en las entradas de los edificios, las evocadoras jambas y dinteles, todos en azul a excepción de alguno que otro en color amarillo o blanco, las rejas y cancelas completamente simétricas y a juego con las pequeñas puertas, los llamativos portones de madera recia (la mayor parte decorados con algún motivo geométrico en forja y negro azabache), maravillosos y embriagadores carmenes y jardines plagados de centenares de flores y, sobretodo, agua por doquier, un elemento indispensable y de vital importancia en la Cultura Árabe.
Estando aquí, uno de los grandes placeres es pasear sin rumbo alguno, sin miedo a perderse o a recalar en un callejón sin salida. Simplemente hay que dejarse guiar por nuestros sentidos y el propio encanto del lugar hará el resto. Desde luego que, sobra decir, que cualquier mapa está de más y no sólo porque el pueblo en sí sea pequeño, nadie se pone de acuerdo a la hora de señalar el número de habitantes que posee y las cifras varían desde 4000 a 10.000, sino porque es la única manera de descubrir, saborear y disfrutar cada rincón alejándose un poco de la más que concurrida “Plaza de Sidi Boud Said”, núcleo central de la localidad, repleta de tiendas de souvenir, restaurantes, guías locales y buscavidas varios en la que los autobuses y furgonetas “sueltan a los turistas en manadas”, mayormente, los sábados y domingos al medio día.
Sin embargo, hay más Sidi Bou Said fuera de esas “líneas imaginarias marcadas” y realmente merece la pena transcender esa parte y apostar por su verdadera autenticidad y todo lo que es capaz de ofrecer al viajero que busca un sitio en el que aminorar el ritmo, descansar y recomponerse del viaje. Ninguna de sus numerosas callejuelas, unas bulliciosas y llenas de vida, repletas de pequeños talleres, puestos callejeros y restaurantes, otras solitarias y serenas a excepción de la presencia de algún gato, o muchos gatos, de los centenares que podemos encontrar allí y cuyas leyendas populares hablan de ellos como los “verdaderos señores de Sidi Bou Said”, nos dejarán indiferentes.
El azul intenso, vibrante e indescriptible de sus puertas y ventanas (recordemos que este color representa entre otras cosas “la buena suerte” en la mayor parte de los países árabes) contrasta y compite en belleza y vitalidad con el azul celeste del cielo, las diferentes tonalidades que nos ofrece el azul del mar así como la brisa marina se funde con el aroma envolvente de los geranios entremezclados, entre si, con la intensidad, dulzura y sensualidad del jazmín (del árabe hispánico yas[a]mín). Esta preciosa flor es el emblema nacional de Túnez e inunda no sólo cada rincón del pueblo sino también acompaña a cada uno de sus heterogéneos habitantes pues, a pesar de que este país se ha modernizado bastante, las diferencias sociales y de clase siguen siendo más que evidentes.
Algunos hombres casados suelen llevar un diminuto ramillete, con unos cuantos jazmines, en la oreja derecha (los solteros en el lado contrario) y en cuanto a las mujeres, unas lo guardan dentro del bolso, otras lo llevan en el pelo, pecho (a modo de broche) e incluso en forma de bonitos collares. Por supuesto, se ha convertido en todo un reclamo turístico y en cualquier momento de nuestra visita ya sea aquí, en la capital u otras ciudades, habrá oportunidad de hacerse con esta bella y aromática flor ya que no faltarán simpáticos e insistentes vendedores que se ofrezcan a ello.
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