Resulta frecuente que a paisajes yermos, pedregosos y aislados de la población se le denomine Valle de la Luna, por el parecido físico con la desolada superficie de nuestro satélite. Curiosamente, los más conocidos están en Sudamérica: en Argentina, Chile y Bolivia; en esta última no se conforman con uno y tienen 2.
Empezando por Argentina, hay que situarse en el Parque Provincial de Ischigualasto, al norte de la provincia de San Juan, a 330 kilómetros de la capital provincial. Son 63.000 hectáreas del período Triásico, de 180 a 230 millones de años de antigüedad; un filón, pues, para los paleontólogos, dado que abundan los esqueletos de dinosaurios y mamíferos prehistóricos e incluso se ha abierto un museo temático.
El atractivo de los fósiles in situ y el propio paisaje, lleno de caprichosas formaciones rocosas cada una con su propio nombre, hace que el sitio sea muy visitado por turistas, especialmente desde que fue declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2000.
El de Chile es fácil de deducir dónde se ubica: en el desierto de Atacama, a 13 kilómetros de San Pedro, en la región de Antofagasta. Prácticamente no hay vida en ese rincón del mundo, ni vegetal ni animal, salvo un pequeño tipo de reptil; el resto son rocas de tono ocre y grisáceo modeladas por la erosión en forma de cresta.
Situado a más de 2.500 metros de altitud, forma parte de la Reserva Natural de Los Flamencos y desde 1982 está protegido como santuario natural. Las fotos nocturnas con la luna llena dominando son un clásico.
En cuanto a los valles lunares bolivianos, uno se encuentra en la provincia de Potosí, en el área del conocido Salar de Uyuni, del que ya hablamos en alguna ocasión. Pero el más conocido es el que se halla más cerca de la capital, La Paz, a sólo 15 kilómetros. Se trata, en realidad, de una montaña cuya parte superior ha sufrido duramente los embates de la erosión debido a su composición arcillosa. El resultado aparenta un bosque de falsas estalagmitas de varios tonos.
Foto: Roberto Ruiz en Wikipedia
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