La localidad asturiana de Gijón ha estado estos días revolucionada por la presencia de una extraña criatura marina nadando en sus aguas. Por supuesto, esto no se trata de una transposición del argumento de Veinte mil leguas de viaje submarino al mar Cantábrico sino del curioso proyecto que han desarrollado en cooperación la autoridad portuaria gijonesa junto con British Marine Technologies (Reino Unido), Thales Safare Safare S.A.(Francia) y la universidades de Cork, Essex y Strachclyde.
Este consorcio dio luz verde al Proyecto SHOAL, cuyo presupuesto es de 4,2 millones de euros, y cuya finalidad es comercializar un pez robot de vigilancia marina. El modelo más grande fabricado por ahora, llamado G9, ya nada por las aguas asturianas con la misión de analizar sus calidad y cuidar el mediambiente.
El G9 mide metro y medio de longitud y cuesta unos 25.000 euros. Su forma es la de un pez amarillo, con aletas dorsal, ventral y caudal, así como una cabeza en la que la boca contiene 4 sensores de infrarrojos y los ojos otros tantos que dirigen su movimiento y recogen datos químicos del agua. Se mueve merced a tres motores eléctricos recargables y radiocontrolados que no emiten ruido, lo que le permite pasar desapercibido entre el resto de animales marinos. Su autonomía es de 8 horas.
La primera inmersión fue en el tanque de 800.000 litros del Acuario gijonés y los resultados fueron satisfactorios, lo que llevó a probarlo directamente en el mar. Ahí ya tuvo algunos problemas: dado que el Cantábrico es bastante movido se sumergió a mayor profundidad y la presión provocó algunas fisuras. Pero son problemas solucionables; al fin y al cabo aún está en período de pruebas.
A cambio resultó óptimo en otros aspectos. Salvando los obstáculos gracias al sónar con que está equipado, el G9 demostró ser superior al sistema utilizado hasta ahora: los buceadores. Aparte de que éstos cuestan bastante más caros, la ventaja del robot es que puede ir tomando muestras, analizarlas directamente mientras toma más y transmitirlas a sus controladores; por contra, un ser humano tiene que sacarlas a la superficie para que se lleven al laboratorio, lo que hace el proceso mucho más lento.
La aplicación práctica es evidente si se tiene en cuenta que los aproximadamente 1.300 puertos que hay en Europa deben, por ley, controlar la calidad de sus aguas cada mes, algo que les supone unos gastos de 100.000 euros anuales. El G9 cuesta una cuarta parte por lo que, si tiene éxito comercial, es posible que en poco tiempo veamos grandes peces cibernéticos nadando entre los barcos anclados.
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