Como ya hemos visto aquí en más de una ocasión, las estatuas más grandes del mundo suelen representar a Buda y, consecuentemente, localizarse en Extremo Oriente. Pero no todas. Y menos aún si son ecuestres, claro.

De éstas una de las mayores, aunque no tanto por la figura en sí como por el pedestal, es la que representa al zar Pedro el Grande y que se encuentra en la Plaza del Senado de San Petersburgo.

También se la conoce como el Caballero de bronce porque ésa es la aleación que eligió para hacerla su autor, el francés Etienne-Maurice Falconnet, aunque haciendo referencia a un poema de Pushkin.

La mandó erigir otra figura histórica, la zarina Catalina la Grande, una emperatriz ilustrada que desempeñó una ingente labor de gobierno con la que hizo olvidar su origen no ruso (era alemana).

El escultor tardó doce años en terminar su obra, inaugurándose en 1782. Eso sí, contó con la ayuda de sus aprendices y se sabe que el rostro de Pedro fue esculpido por la joven Marie-Ann Collot basándose en la máscara mortuoria del personaje. De todas formas Falconnet ya había abandonado los trabajos cuatro años antes por un enfrentamiento con Catalina.

El traslado de la Piedra del Trueno / foto Dominio público en Wikimedia Commons

La figura muestra al zar montando su caballo encabritado (que pisa una metafórica serpiente) y señalando al río Neva desde el borde de un acantilado. Dicho acantilado se consiguió situando la estatua sobre una gigantesca roca de granito encontrada en 1768 no muy lejos y bautizada como Piedra del trueno.

Aquel monolito descomunal se trasladó a San Petersburgo sobre un trineo de hierro que se movía sobre bolas y, atención, arrastrado únicamente por tracción humana: 400 hombres tiraron de sus 1.600 toneladas a lo largo de 6 kilómetros y 9 meses, tiempo durante el que los escultores fueron tallándolo para darle el aspecto deseado.

En una última etapa se colocó sobre una barcaza a la que aseguraban, por cada costado, sendos navíos de línea. Lo que hoy queda a la vista sólo es una pequeña parte, pues el resto queda bajo tierra.

Foto Godot13 en Wikimedia Commons

Con semejante monumento era inevitable que surgieran leyendas. Al igual que los cuervos de la Torre de Londres garantizan la supervivencia de la monarquía y los monos de Gibraltar la del Imperio Británico, nadie podrá conquistar San Petersburgo mientras el Caballero de bronce siga en pie.

Los alemanes (y los españoles de la División Azul) pueden dar fe de ello, pues el asedio de casi 3 años al que sometieron la ciudad (entonces rebautizada Leningrado) durante la Segunda Guerra Mundial resultó infructuoso.

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