Buena parte de los que viajan a Jordania y visitan el desierto de Wadi Rum fueron antes lectores de T. E. Lawrence, el célebre Lawrence de Arabia, autor de una obra casi tan inmortal como su propia figura histórica: Los siete pilares de la sabiduría. Tanto que este apelativo se ha dado hoy a una montaña piedra arenisca y granito que se alza entre las arenas de esa zona del sur del país y es recomendable a escaladores. Aunque nadie es capaz de contar más de 5 pilares.
«El atardecer carmesí en estos formidables acantilados y empinadas escaleras de fuego neblinoso desciende hasta el sendero amurallado» narra vívidamente Lawrence, que conoció bien el sitio porque por allí pululó durante la Primera Guerra Mundial, entre 1916 y 1918, organizando a los árabes para echar a los dominadores turcos. Su epopeya atravesando el desierto para llegar a Áqaba por la espalda del enemigo está ya magníficamente ilustrada en la película homónima de David Lean y no voy a insistir sobre ella, salvo para resaltar algunos rincones (¿se podría aplicar esta palabra?) que merece la pena visitar.
El Wadi Rum, situado a 120 kilómetros de otra famosa atracción jordana, Petra, ha sido descrito a menudo como un océano de arena roja donde no faltan farallones de roca que cambian de color a lo largo del día. Algo que se aprecia especialmente desde sus mayores alturas: el Jebel Rum (1.754 metros), el Jebel Umm Ashreen (1.753) y el Jebel Burdah (1.500).
También hay siqs (gargantas), petroglifos de más de 2 milenios de antigüedad y caprichosas formaciones rocosas originadas por la erosión del viento, la arena y ocasionales lluvias torrenciales: es el caso de los puentes del Arco y, sobre todo, el de Burdah, que se eleva a 35 metros del suelo y al que se puede subir siguiendo un sendero indicado, si se tienen fuerzas para hacerlo bajo el implacable sol.
Por raro que parezca, incluso se puede encontrar un pozo de agua. Se llama Pozo de Lawrence porque este personaje lo utilizó para sobrevivir en tan inhóspito lugar y si bien no llamará la atención por su aspecto, sí lo hará por la historia que lleva implícita. Y puestos a hablar de rarezas ahí va otra: digan lo que digan, el desierto sí tiene puertas; en este caso es un puesto de control donde hay que pagar una entrada para acceder. Cosas del turismo.
Huelga comentar que si hay algo que pueda superar la visita al Wadi Rum es hacerlo a lomos de camello y pernoctar allí, preferentemente en una jaima beduina. Un típico té tras la cena amenizado por estos descendientes de los nabateos a ritmo de tambores, flautas y cantos tradicionales será el preámbulo perfecto para pasar al impresionante y absoluto silencio nocturno, durmiendo o contemplando el cielo estrellado.