Ya estamos en febrero, por lo que seguro que algún aficionado al surf está planeando algún viaje a Sudamérica para cabalgar la Pororoca, un oleaje que se produce en las desembocaduras de los grandes ríos del continente entre este mes y el próximo: el Orinoco y el Amazonas.
En el delta del primero, en territorio venezolano, al fenómeno se lo conoce como Macareo, mientras que en la costa brasileña se llama Pororoca pero, en esencia, el principio es el mismo: cuando hay luna llena o nueva y se produce la pleamar, las aguas del Atlántico llegan formando olas seguidas que chocan con la corriente fluvial que el río vomita al mar. El encuentro entre ambos caudales es violento y ruidoso (pororoca significa «gran estruendo» en guaraní), especialmente en las zonas más estrechas.
Se impone la fuerza oceánica, penetrando el agua salada varios kilómetros río arriba e inundando los alrededores. Esto tiene su efecto negativo en el entorno al arrasar árboles y vegetación, incluyendo las cosechas de quienes, imprudentemente, hayan sembrado demasiado cerca del litoral. Pero, a cambio, trae también beneficios, pues la pesca aumenta considerablemente al unirse a la fauna de agua dulce la del mar en busca de lugares para el desove.
Y luego está el potencial para el surf, claro. Aunque las olas no suelen alcanzar gran tamaño -un máximo de 4 metros-, tienen la cualidad de ser muy duraderas, por lo que un aficionado puede tomar una y permanecer sobre ella mientras el cuerpo aguante. Téngase en cuenta que la Pororoca puede llegar a penetrar 17 kilómetros río arriba, así que no es de extrañar que el brasileño Picuruta Salazar lograra un récord de 37 minutos surfeando la misma ola; recorrió 12,5 kilómetros con una velocidad punta de 30 kilómetros por hora.
Eso sí, no hay que hacerle ascos a las condiciones: agua marrón, muchos troncos flotando con el consiguiente peligro, y pirañas y caimanes al acecho.