En el último post contaba cómo hay que llegar a Ruhengeri (Ruanda) para subir hasta el Parque Nacional de los Volcanes y en el Centro de Interpretación ser asignado a un grupo y recibir las instrucciones pertinentes. Una vez aclarado todo llegó el momento de ponerse en marcha. Un par de 4 x 4 nos llevaron por el abrupto terreno («masaje africano», llaman allí a esos viajes) hasta la falda misma de la montaña, desde donde empezamos la ascensión a pie.
La expedición estaba compuesta por 2 rangers y varios porteadores. Éstos se ofrecen a llevar las mochilas y todo lo que el turista no tenga ganas de cargar por un módico (muy módico) precio; yo no necesité sus servicios pero sí un grupo de ancianas californianas que también venía; y de qué manera, pues a la vuelta tuvieron que ser llevadas a hombros, en unas andas improvisadas con bambú, del agotamiento que tenían.
Dadas las condiciones de la zona, alternando el calor y la humedad ecuatoriales con el frío y la lluvia de la altitud es conveniente llevar chubasquero, forro polar y botas impermeables. Si llueve, la ruta será un barrizal continuo, por lo que no estarán de sobra unas polainas. También vienen bien unos guantes, ya que abundan las ortigas. Yo tuve suerte con el día y no necesité nada de eso.
El primer tramo se hace por campos labrados donde llaman la atención unos curiosos y sencillísimos chamizos de hojas de maíz que construyen los campesinos para vigilar las cosechas por la noche. Luego, un muro de piedra indica el fin del hábitat humano y el principio de la selva. Hay densa vegetación, que apenas deja pasar la luz, alternada con bosque de bambú y zonas de árboles altísimos. Y siempre ladera arriba, ladera abajo guiados por el ranger, que mediante un walkie talkie sigue las indicaciones que le van dando dos exploradores.
Éstos siguen a la familia de gorilas durante la tarde, hasta que los simios preparan su nido para pernoctar. Entonces apuntan las coordenadas y regresan a casa. A primera hora del día siguiente, mientras los turistas desayunan abajo, vuelven al lugar para seguir su rastro y tenerlos localizados.
Después de varias horas de marcha avistamos a los exploradores. Dejamos las mochilas y todo lo que pudiera ser un estorbo al cuidado de los porteadores y nos adentramos silenciosamente en la espesura en silencio. La emoción es indescriptible cuando se atisba la primera silueta negra moviéndose entre las plantas. Luego se van acortando las distancias y allí está la familia, con sus miembros desperdigados varios metros a la redonda: unos buscan comida; otros, los más pequeños, juegan incansablemente vigilados por sus madres; y al fondo, tomando el sol panza arriba, está Agashya, el espalda plateada.
El tiempo de visita es una hora, durante la cual vamos girando alrededor de los gorilas mientras éstos se mueven y las cámaras fotográficas echan humo. Para mantenerlos tranquilos, los rangers imitan de vez en cuando sus gruñidos; parece suficiente porque Agashya, que dormita pero a la vez nos vigila con un ojo abierto, no se levanta casi hasta el final. Entonces se da uno cuenta de su verdadero tamaño y corpulencia. Y todo a pocos metros, menos de los preceptivos.
Pero todo pasa y llegó el momento de regresar. El camino es mucho más sencillo y en la base, mientras se intercambia impresiones con los demás o se compra algún recuerdo, el Parque entrega un diploma a cada uno acreditando la visita.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.