Cuando Napoleón III fue derrotado por Bismarck en Sedán tuvo que marchar exiliado a Inglaterra y con él se fueron su mujer, la española Eugenia de Montijo, y su hijo Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, la última esperanza para restaurar algún día el imperio. De momento el joven ingresó en la academia militar de Sandhurst, donde se graduó como teniente; su padre falleció semanas antes y no llegó a verlo.

El destino esperaba al príncipe en Sudáfrica. Allí se libraba una sangrienta guerra contra los zulúes, que habían demostrado tener un formidable ejército, perfectamente organizado y con tácticas similares a las europeas hasta el punto de haber infligido a los británicos varias derrotas: la más importante fue la de Issandlwana, donde masacraron a más de un millar de hombres dotados de caballería y artillería.

Eugenio Luis solicitó incorporarse a su regimiento, enviado a Zululandia, y se le concedió a regañadientes con la condición de que no podía participar en combates. En menos de un mes el joven Bonaparte desembarcaba en Durban y se unía a las tropas que mandaba lord Chelmsford. En dos ocasiones incumplió su promesa y cargó contra el enemigo de forma tan valiente como suicida, saliendo ileso pero creando la sensación general de que a ese paso encontraría la muerte en breve.

De momento todo se zanjó con una bronca de sus superiores. Pero el 1 de junio de 1879 salió de descubierta para hacer unos bosquejos del camino (dibujaba muy bien). Como la escolta que se le asignó no acababa de llegar se fue sin ella, acompañado sólo de cuatro soldados y un guía nativo. Durante horas avanzaron por un territorio solitario y se detuvieron en un pequeño poblado abandonado, formado por unas chozas. La tranquilidad era tal que desensillaron sus caballos e incluso prepararon té.

Ya por la tarde, ante la intranquilidad del guía, se dispusieron a irse. Apenas se había dado la orden de montar cuando unos guerreros zulúes surgieron sorpresivamente de una dunga (torrentera seca) y dispararon sobre los soldados, derribando a dos. Luego cargaron sobre el resto con sus iklwa, unas lanzas cortas que usaban como espadas. Eugenio Luis tenía el pie en el estribo cuando su temperamental caballo se desbocó, arrastrándole un centenar de metros y pateándole el hombro.

El francés se incorporó maltrecho y, aunque se defendió bravamente, los zulúes se le echaron encima atravesándolo una y otra vez. El ejército llegó a la mañana siguiente y encontró su cadáver destrozado y desnudo (los zulúes se llevaban la ropa y objetos de sus enemigos para ceremonias religiosas). Se envió el cuerpo a Inglaterra, donde el suceso había causado una gran conmoción, y fue enterrado junto a su padre en Farnborough.

Tiempo después Eugenia de Montijo se trasladó a Sudáfrica para visitar el lugar donde había caído y levantar un monumento. Dice la leyenda que descubrió el punto exacto por el olor del perfume que usaba su hijo. Claro que también los zulúes tienen una leyenda: pillaron a los soldados desprevenidos porque estaban practicando sexo con unas nativas.

Imagen: Muerte del principe imperial, por Paul Jamin (dominio público en Wikimedia Commons)

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