Imagen: Antoine Taveneaux en Wikimedia Commons

Reincidiendo sobre el mismo tema del viernes, las caprichosas formas rocosas que produce la precipitación del carbonato cálcico, no hay lugar más representativo que Pamukkale (Castillo de algodón en turco), al suroeste de Turquía. Visto desde abajo la tonalidad blanca le confiere el aspecto de una ancha pared helada y cubierta de nieve; en cambio, desde arriba presenta una serie escalonada de terrazas en forma de media luna, todas con agua azul turquesa.

El conjunto se extiende por casi 3 kilómetros con una altura máxima de 160 metros y tuvo su origen en las mencionadas precipitaciones químicas de las aguas termales subterráneas que brotan en ese punto y alimentan al río Menderes. Salen a unos 35 grados y son muy ricas en minerales, razón por la cual desde muy antiguo se les atribuyeron facultades curativas.

No es de extrañar, pues, que en la parte alta se erigiera una ciudad por orden del rey de Pérgamo, Eumenes II, en el año 190 a. C. Se llama Hierápolis y aún conserva su teatro, su puerta monumental, su cementerio y sus termas. Junto con Pamukkale, forma parte del Patrimonio de la Humanidad desde 1988.

Aunque los hoteles y demás construcciones que se habían construido en el entorno, dañándolo, han sido demolidos, el lugar es un auténtico atractivo turístico que ofrece alojamiento cerca e incluso la posibilidad de bañarse en algunas pozas de la parte superior; abren un tiempo muy breve, eso sí. En cualquier caso es uno de los sitios de referencia al visitar el país y conviene no perdérselo -especialmente las puestas de sol, cuando el color blanco dominante es sustituido por un bello tono rosa– porque se trata de una zona de potencial sísmico y quién sabe si un día dejará de existir.

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