En 1942 un comando checo entrenado en Inglaterra lanzó una bomba contra el coche del nazi Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo y director de la Oficina Central de Seguridad del Estado, que gobernaba el país (anexionado a Alemania) con el cargo de Protector de Bohemia y Moldavia. Hombre brillante, marino, piloto y buen gestor en el sentido estrictamente administrativo, también era absolutamente despiadado; quizá por eso a aquella acción se la llamó Operación Antropoide.
Sobrevivió herido al atentado pero, empeñado en que sólo le atendiera un médico alemán, cuando éste llegó ya era tarde para evitar una septicemia y murió. Los miembros del comando se escondieron en la cripta de la iglesia de San Cirilo y San Metodio pero fueron delatados y las SS asaltaron el lugar. En los muros exteriores aún se ven las marcas de los disparos, como se aprecia en la foto superior. Dentro ya no hay cadáveres pero sí un pequeño museo y los bustos de los protagonistas, a los que se rinde honores con velas y coronas de flores.
La llegada de Heydrich había supuesto la deportación de los judíos a los campos de exterminio. Murieron 80.000; todos sus nombres están escritos en las paredes de la sinagoga Pinkas, que se puede visitar en la actualidad como parte del museo judío (incluye la entrada al cementerio, la sinagoga Vieja-nueva, la Maisel y la Española). A aquellos de los que nunca más se supo se les recuerda con pequeñas placas doradas colocadas en el pavimento ante las que fueron sus casas; es fácil encontrárselas por la calle.
La derrota del nazismo, sin embargo, no supuso la libertad para los checos al quedar bajo la órbita comunista. El primer intento por librarse de ese dominio ideológico fue en 1968, durante la Primavera de Praga liderada por Alexander Dubcek, aplastada el 20 de agosto por tropas del Pacto de Varsovia. Hubo cerca de un centenar de muertos, siendo el más renombrado el estudiante Jan Palach, que se quemó a lo bonzo; un monumento le recuerda hoy en día en el sitio exacto donde ocurrió, la plaza Wenceslao.
Con los años, los estudiantes y jóvenes hallaron una forma de evadirse, la música, siendo los Beatles su referencia. Por eso los grafittis cubren con ese tema el llamado Muro de John Lennon, en la plaza del Gran Priorato, donde se reunían bajo el lema «Ya tenéis a Lenin, dejadnos a Lennon«.
En 1989, a rebufo de la caída del Muro de Berlín, surgió la Revolución de Terciopelo que trajo definitivamente la democracia. El recuerdo del comunismo ya sólo queda en su versión más esperpéntica, sea en el museo dedicado a esa etapa (anunciado con un divertido monstruo-matrioska), en el inefable metrónomo gigante que se erigió para sustituir a la que fue la estatua de Stalin más grande del mundo, o en monumentos como el dedicado a sus víctimas, en la colina Petrin. Pero, sobre todo, en la paradoja de que entre los souvenirs más vendidos de la ciudad figuren gorras del Ejército Rojo y máscaras antigás; la iconografía socialista al servicio del capital.
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