Los datos publicados estos días sobre la situación económica de España son como para poner los pelos de punta, especialmente por los cinco millones de desempleados y la sensación de que la crisis sigue y seguirá pese a esos brotes verdes que la ministra del ramo lleva viendo crecer desde hace años y que no acaban de germinar. Sin embargo, si nos comparamos con nuestros compatriotas de otros tiempos, somos unos auténticos privilegiados.

Economía española ayer hoy

Por desgracia, el país ha tenido que asumir más de una vez la bancarrota oficial del Estado y, en otras ocasiones, si no había declaración de derecho la había de hecho. Uno de los casos más terribles se dio al término de la Guerra de la Independencia, cuando Fernando VII fue liberado por Napoleón y retomó el trono. España estaba sumida en el desastre absoluto: campos arrasados, ganaderías exterminadas, fábricas demolidas (algunas por nuestros aliados ingleses, que aprovecharon la ocasión para eliminar a la competencia), puentes volados, carreteras y caminos imposibilitados por el paso constante de ejércitos, los restos de la flota pudriéndose en los puertos por falta de presupuesto, un millón de muertos del total de 11 que componían la población…

Además, las colonias de ultramar empezaban su emancipación, con lo que no sólo no llegaba metal para acuñar moneda sino que se cerraba un mercado para la exportación de manufacturas, mientras que a las importaciones se les ponían tales aranceles para proteger la exigua producción nacional que el contrabando vivió momentos de esplendor. Incluso el rey tuvo que jurar la Constitución en 1820 con una corona de una estatua de la Virgen porque la original fue expoliada por los franceses. En esos años las mujeres empezaron a trabajar a muy bajo precio como cigarreras en las fábricas de tabaco para poder sobrevivir y el pueblo, tan desesperado como analfabeto, se dedicaba a buscar tesoros enterrados por los visigodos o los musulmanes antes de su caída.

Ninguno de los ministros de Fernando VII fue capaz de solucionar el marasmo y los efectos de éste supusieron un lastre hasta el último cuarto del siglo XIX. Claro que ni al mismo monarca parecía importarle demasiado. «Por eso no me voy a quedar yo sin comer» dijo en plan pasota cuando en 1826 le informaron de la rendición de El Callao y la pérdida del Perú; o «Bah, eso es cosa de mujeres», cuando le enseñaron los telares de una fábrica textil durante una visita a ésta. Así que estamos bastante mejor que entonces. El que no se consuela es porque no quiere.

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