Terminamos el relato empezado el martes. Las elecciones del 12 de abril de 1931 arrojaron unas cifras sorprendentes, empezando por la elevada abstención entre los sectores monárquicos que, seguramente, confiaban en que las habituales manipulaciones harían el trabajo. Ganaron en conjunto pero encontrándose con que perdían todas las capitales de provincia (excepto Vigo), pues en ellas era más difícil la labor de los caciques. Incluso eran vencidos en ciudades tradicionalmente adeptas al Rey y sólo se imponían en los medios rurales. A pesar de su mayoría abrumadora, los datos reflejaban una derrota moral y así lo asumieron algunos de sus representantes como Romanones o Berenguer. Los mismos republicanos, como Lluis Companys o Largo Caballero, no parecían captar el verdadero significado de la consulta electoral y pensaban que sólo era un primer y prometedor paso; tuvo que ser Miguel Maura el que les abriera los ojos.
En el Palacio Real se celebraron tensas reuniones para determinar qué hacer mientras en las calles la gente empezaba a vitorear al nuevo régimen y ondear banderas tricolores. Alfonso XIII envía a Romanones a entrevistarse con su antiguo jefe, Alcalá Zamora, quien le informa de que el general Sanjurjo se había «pasado al servicio de la República» (quizá para vengar el borboneo del monarca a su amigo Primo de Rivera en la etapa final de la dictadura) y que el soberano debe irse cuanto «antes de la salida del sol». Companys y Maciá ocupan respectivamente el Ayuntamiento y la Diputación en Barcelona y Miguel Maura propone a sus compañeros del comité ir a la Puerta del Sol, a Gobernación; costó porque hubo que convencer a Azaña, que temía ser detenido, y atravesar una enorme multitud que les retrasó una hora, pero finalmente pudieron entrar en el Ministerio. «Nos regalaron el poder» recordó Maura después.
A las cinco de la tarde el último Consejo de Ministros es tempestuoso. El ministro De la Cierva opina que hay que resistir; Romanones habla de hacer una transición pacífica; Aznar, en la inopia, cree que «no hay crisis política». Finalmente el Rey resuelve marcharse y lo hace esa noche conduciendo su propio automóvil hasta llegar a Cartagena, donde embarca en el crucero Príncipe de Asturias (luego rebautizado como Libertad) hacia Marsella. La reina y los hijos (excepto don Juan, que hacía la mili en Cádiz y se fue a Gibraltar) marcharían al día siguiente porque el primogénito estaba muy enfermo, al igual que la infanta Isabel.
El Gobierno Provisional empezó una febril labor legisladora: estatutos de autonomía, estatalización de la enseñanza, modernización del Ejército, libertad de cultos… Lamentablemente, desde el principio se perdió el control del orden público y grupos de exaltados se dedicaron a quemar iglesias en toda España ante la indignación de algunos ministros como Indalecio Prieto, Largo Caballero o Miguel Maura, que amenazó con dimitir. La Iglesia fue quedando así enfrentada con la República y junto a ella se alinearon los monárquicos y la nueva derecha emergente en casi toda Europa, configurándose dos bandos irreconciliables.
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