Imagen: Ebbo en Pixabay

La vida es una tragicomedia, definitivamente. Hace una semana falleció el inglés Jimmy Heselden en un accidente de tráfico, si es que se puede decir así. El nombre que no le dice nada a casi nadie, claro. Era el dueño de la marca Segway, fabricante de esos peculiares patinetes de dos ruedas paralelas que suelen verse en las grandes ciudades conducidos por turistas o en los aeropuertos por policías (y en China por soldados) como vehículos pequeños y no contaminantes.

En realidad Heselden no era el inventor, mérito que corresponde al norteamericano Dean Kamen: en 2001 presentó lo que, auguraba, iba a ser «al coche lo que el coche fue al caballo», un vehículo dotado de un motor eléctrico con batería de ión-litio recargable en cualquier enchufe y un sistema de estabilización basado en cinco giroscopios y dos sensores que permiten conducirlo erguido sin caerse, cambiando de dirección con sólo inclinar el cuerpo. Los problemas para obtener licencias urbanas de circulación y un coste de fabricación que impidió ponerle un precio de venta bajo provocaron que la revolución prevista no lo fuera tanto pero, aún así, Heselden compró la empresa en 2009 porque creía en el vehículo y era usuario habitual.

Y ahí viene lo tragicómico. El empresario realizaba una excursión por West Yorkshire cuando se despistó o perdió el control de su Segway (más bien lo primero porque el patinete no pasa de los 20 kilómetros por hora) y se precipitó por un barranco. ¿Triunfará en su empeño de convertirlo en alternativa urbana a los coches después de muerto?

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