En 1999 cayó en mis manos un libro titulado Los Nombres de Europa, publicado por el escritor y filólogo Alberto Porlán. Su lectura me dejó una profunda impresión y una extraña sensación de asombro que todavía hoy, más de 10 años después, no me puedo sacudir de encima. La razón está en la sorprendente teoría expuesta en el libro que, según confesaría más tarde su autor, dejó perplejos a muchos estudiosos y expertos filólogos e historiadores. En cualquier caso el libro no tuvo mucho éxito y hoy es dificil rastrearlo en internet. No obstante he encontrado una interesante entrevista en El País, concedida a Alejandro Luque en enero de 1999 y una reseña apasionada escrita por Sifgrido Samet Letichevsky en el número 35 de El Catoblepas, en enero de 2005. Por cierto que ésta reseña es muy interesante porque el señor Letichevsky contactó y se entrevistó directamente con Alberto Porlán antes de escribirla. A continuación entrelazaré fragmentos completos de esta reseña con la entrevista del País y mis propias impresiones.

La teoría principal de Los Nombres de Europa es que en nuestro continente los topónimos, los nombres de los pueblos, ciudades, ríos, montes, etc., no se distribuyen al azar, ni son fruto del capricho de los pobladores venidos de muy lejos a lo largo de los siglos. Al contrario, forman parte de un sistema primigenio de ordenación cuyo recuerdo se había perdido ya en los comienzos de la Historia escrita.

En 697 paginas, Porlan muestras que hay conjuntos de nombres –estructuras– que se repiten muchísimas veces en toda Europa, que no tienen significado (aunque con el uso hay un proceso de erosión fónica y de semantización). Desarrolló una metodología para identificar estructuras fonéticas y sus variaciones (que probablemente sea muy útil para estudios de genética lingüística). En el libro solo constan hechos (formales) y son analizados formalmente.

En el libro Porlán pone muchos ejemplos, tantos que abruman, y su constatación sobre un mapa es lo que hace que nos quedemos con la boca abierta de estupor. Un ejemplo de tantos es la semenjanza toponímica entre una zona concreta de Asturias y el cantón suizo de Vaud:

Asturias——-Vaud (Suiza)
Lozana———Lausanne
Libardón—— -Yverdon
Sevares——- -Siviriez
Arnicio——- -Arnés
Pendás——- -Penthaz
Zardón——- -Chardonne
Bobia——— Vevey
Ercina——- – Orzens
Melendreras– – Mollendruz
Bulnes——- -Baulmes
San Román—–Romont
Cabranes—— Chavornay

Es algo realmente extraordinario, algo para ponerse a meditar: los europeos, que hemos descifrado los jeroglíficos egipcios y la escritura cuneiforme, ignoramos lo que hay implícito en nuestros propios nombres. Y en esto hay pocas excepciones entre bárbaros y civilizados. No es que no podamos explicar qué significa Berlín, Londres, París o Madrid. Es que tampoco los viejos griegos sabían a ciencia cierta el motivo de que Atenas se llamara Atenas ni los romanos conocían el origen del nombre de Roma. Tuvieron que recurrir a mitos para explicarlo.

Esto es lo que nos dice Alberto Porlán al comienzo de su libro, en la página 27. Pero hay más, en la 34 encontramos:

Al Oeste de Bourges (Francia) hay una población llamada Saragosse, nombre muy similar a la Zaragoza española. Ahora bien, por Zaragoza pasa el río Ebro; por Saragosse el Yèvre (pág. 32). Se conocían dos naciones de íberos: los occidentales, que ocupaban Iberia, y los orientales, desde el Cáucaso. Lo más curioso es que ambos tenían como pueblos vecinos a los bybracos o berybracos

Así pues Porlán nos ofrece numerosos ejemplos de configuraciones toponímicas que se repiten una y otra vez en distintos lugares y países europeos. Extrañas coincidencias que se vuelven inquietantes cuando se las ve repetidas en un tercer lugar, luego en un cuarto, un quinto, «en la desembocadura del Ebro, en el sur de Inglaterra, en la desembocadura del Ródano…»

Yo me limito a lo que veo en los mapas, no me meto en esas cosas que lee uno de profesores de Oxford, que dicen que los fenicios llegaron a América en canoa. Este libro, honradamente, no contiene especulaciones. Ni siquiera me he metido en Rusia. Seguramente, el sistema sobrepase este ámbito: los indoeuropeos llegan hasta la India, y estoy convencido de que al menos en el norte las concordancias serán sorprendentes. Al fin y al cabo, seguimos andando en la red que tejieron nuestros taratabuelos, porque los nombres de los lugares están hechos para perdurar.

Y si uno se va a los mapas y los compara con los ejemplos ofrecidos en el libro comprueba que sí, que allí hay algo que hasta que llegó Alberto Porlán nadie había descubierto. Y entonces ya no se le olvida a uno nunca que vivimos en un mundo mucho más pequeño de lo que pensamos.

En 2004 volvimos a saber de Alberto Porlán, pues se estrenó el documental dirigido por él y titulado Las Cajas Españolas, donde se narraba el traslado a Suiza del tesoro artístico español durante la Guerra Civil. La película, rodada en ese año 2004, imita el estilo de los documentales de 1939, y causó una gran impresión aquel año al poner de manifiesto unos hechos hasta entonces desconocidos por muchos.

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3 respuestas a “Los nombres de Europa, el sistema olvidado”