En 1870 las Cortes Españolas recibieron una carta remitida por el sultán de Marruecos con una insólita propuesta: ofrecía su candidatura al trono de España.

El trono estaba vacante desde que la Gloriosa Revolución de dos años antes hubiera provocado el exilio de la reina Isabel II y su posterior abdicación en su hijo Alfonso. En su carta el dirigente musulmán invocaba para ello el recuerdo de Al Ándalus.

Entre el 19 y el 27 de septiembre de 1868 España vivió días de efervescencia revolucionaria. Una sublevación que aunaba elementos militares y civiles se alzó contra la monarquía de Isabel II, que llevaba tambaleándose ya un tiempo: progresistas y demócratas, unionistas y republicanos reunidos en el Pacto de Ostende orquestados por la batuta del general Prim y otros mandos -Serrano, Topete, Dulce, Rodas…- y, bajo el lema España con honra, se alzaron en armas.

Tras una breve batalla en el Puente de Alcolea forzaron a la reina a abandonar el país, quedando al frente un Gobierno Provisional.

Batalla de Alcolea/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La tarea principal para Prim, una vez que el Congreso aprobó una nueva constitución en la que la forma de estado seguía siendo la monarquía, fue encontrar un nuevo titular para ésta.

Inició así una larga ronda de negociaciones y sondeos por Europa en busca de una dinastía que relevara a la borbónica. Múltiples casas reales empezaron a postularse, en una especie de reedición de lo que había pasado a la muerte de Carlos II en 1700.

De todas las candidaturas barajadas, hubo algunas que resultaban imposibles en la práctica, bien por desinterés del elegido (caso del general Espartero, que era el favorito popular), bien por renuncia (Fernando II, regente viudo de Portugal, que tenía mucho apoyo pero que rechazó la oferta por presiones de una Inglaterra recelosa de una posible unión peninsular, aparte de que acababa de casarse de nuevo y su nueva esposa no quería ni oir hablar de «la peligrosa jaula de grillos española») o bien por incompatibilidad con el régimen (como la del pretendiente carlista Carlos VII, que se negaba a compartir la soberanía con una constitución democrática).

Fernando II y su segunda esposa/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Otras estuvieron cerca de fructificar pero al final fallaron, como pasó con el duque de Montpensier: secundado por Francia, perdió sus opciones al verse envuelto inoportunamente en un duelo en el que mató a su concuñado Enrique de Asís cuando éste le acusó de conspirar contra Isabel II para ocupar su puesto.

Tampoco pudo reinar Leopoldo de Höhenzollern-Sigmaringen, candidato ofrecido por Bismarck al que los españoles rebautizaron Olé, olé si me eligen u Olla sorda sin laringe por sus impronunciables apellidos; Napoleón III lo vetó radicalmente, ofensa que Bismarck usó como excusa para astutamente provocar a París y hacer que declarase una guerra que esperaba ganar.

También estaban las dinastías que se desecharon por considerarlas un riesgo incierto, como las de los páises nórdicos, ya que se temía que la falta de arraigo pudiera provocar un final como el sufrido por Maximiliano I en México.

Montpensier y Leopoldo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y por último quedaban las opciones que ni siquiera se tuvieron en cuenta, como el hijo de la reina exiliada (el futuro Alfonso XII, que además en ese momento sólo tenía doce años) o el autor de la epístola que, tal como indicaba al principio, se recibió en las Cortes.

Se trataba de Sidi Mohamed ben Abderramán, un personaje que no resultaba ajeno a la historia reciente de España porque fue bajo su mandato cuando tuvo lugar la llamada Guerra de África entre 1859 y 1860.

En aquellos años el gobierno español estaba en manos de la Unión Liberal, un partido creado por el general Leopoldo O’Donnell para ocupar el hueco que había entre moderados (conservadores) y progresistas.

Para terminar con la polarización política, aplicó lo que entonces se llamaba política de prestigio, es decir, una serie de intervenciones militares exteriores que desviaran la atención de los problemas internos y unieran a los españoles en una causa común.

Leopoldo O’Donnell / Imagen:dominio público en Wikimedia Commons

Así se sucedieron la expedición a Cochinchina, la intervención en México, la reincorporación de Santo Domingo a la corona y la Guerra del Pacífico. También la citada campaña por el norte marroquí, donde se utilizó como casus belli un incidente sin importancia, la destrucción en Ceuta de un mojón fronterizo de piedra que tenía labrado el escudo nacional, aunque con los antecedentes de la protección otorgada en aquellas costas a la piratería.

El conflicto coincidió con la muerte del anciano sultán, Muley Abderramán, y su sucesión por parte de su cuarto hijo, que aconsejado por Inglaterra accedió a compensar los daños. Pero la indemnización exigida fue desproporcionada y no hubiera podido satisfacerla sin perder su puesto, así que sonaron tambores bélicos.

El propio O’Donnell se puso al frente de cuarenta mil hombres, divididos en tres cuerpos que mandaban los generales Echagüe, Zavala y Ros de Olano, con Prim dirigiendo la reserva y Alcalá Galiano la caballería.

Delante, un enemigo superior numéricamente pero muy inferior en equipamiento, armado con anticuadas espingardas artesanas y bastante desordenado en lo táctico, lo que reducía los resultados prácticos de su indudable arrojo en combate. Su jefe era Muley el-Abbas, hermano primogénito del sultán.

Sidi Mohamed ben Abderramán, nacido en Fez en 1810, era un hombre culto, un estudioso y traductor de los clásicos, la astronomía y geometría (de hecho, él mismo inventó un artilugio que combinaba las funciones de reloj, barómetro y altímetro), interesándose asimismo por la poesía, la música y la filosofía.

O sea, todo lo contrario a lo que en principio era un guerrero, por eso durante todo el conflicto mantuvo un comportamiento pasivo y distante, dejando la estrategia en manos de Muley el-Abbas.

La Batalla de Tetuán (Mariano Fortuny)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Como cabía esperar, los españoles se impusieron en todas las batallas: Los Castillejos, Tetuán y Wad-Ras. Corresponsales ilustres como Pedro Antonio de Alarcón o Núñez de Arce dejaron testimonio de la campaña, que pese a la victoria resultó decepcionante porque se registró un enorme número de bajas a causa del tifus, el coste fue de doscientos millones de reales y hubo que parar cuando Inglaterra dijo basta al considerar peligroso que los españoles llegasen a Tánger.

Como las ganancias fueron escasas (ampliación de la frontera ceutí al alcance de un tiro de obús, pesquerías en Sidi-Ifni y una indemnización de cuatrocientos sesenta millones de reales), no extraña que se acuñase la expresión «guerra grande con una paz chica» para definir aquella aventura.

La Paz de Wad Ras (J.D. Bécquer)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Además, a la larga sería contraproducente: el sultán no pudo satisfacer aquella ingente cantidad de dinero y se vio obligado a ceder la mitad de los derechos aduaneros de sus ciudades portuarias.

Entre eso, la derrota militar y que no pudo terminar el pago hasta catorce años después, quedó desacreditado y su autoridad socavada ante su gente, creciéndose las tribus rifeñas, levantiscas por tradición y mucho más agresivas hacia España.

De todas formas, la finalización de ese pago ya no le correspondió a Sidi Mohamed ben Abderramán sino a su sucesor, su hijo Muley Hasán, porque falleció en 1873.

Su propuesta al trono español ni siquiera se dio por recibida y no fue incluida en la lista de candidatos que se votó en las Cortes en noviembre de 1869. El mismo año del óbito abdicó el hombre que finalmente se había proclamado rey de España, Amadeo de Saboya, harto de obstáculos y desplantes, tras un reinado efímero.


Fuentes

Historia de España contemporánea (José Luis Comellas) / Historia política, 1808-1874 (Ana Clara Guerrero, Ana Guerrero Latorre, Juan Sisinio Pérez Garzó y Germán Rueda Hernanz) / Al sur de Tarifa: Marruecos-España, un malentendido histórico (Alfonso de la Serna) / Aproximación a los antecedentes, las causas y las consecuencias de la Guerra de África (1859-1860) desde las comunicaciones entre la diplomacia española y el Ministerio de Estado (Óscar Garrido Guijarro).


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