Una de las formas de pasar las vacaciones más de moda y en crecimiento continuo es la de hacer un crucero. No cabe duda de que eso de embarcarse para pasar unos días en alta mar, con varias escalas más o menos rápidas en diversos puertos para conocer de forma básica las ciudades, disfrutando del lujo de a bordo, confraternizando con otras gentes y experimentando el glamour que suele envolver esos viajes, tiene su tirón.

Y ni siquiera es obligación navegar por zonas tropicales porque una variante reciente y exitosa es la de los cruceros por mares y regiones heladas. ¿Reciente? Quizá no tanto, si vemos la historia de Lord Dufferin.

Con un nombre tan pomposo como Frederick Temple Hamilton-Temple-Blackwood, es inevitable tener la sangre muy azul. Frederick la tenía y por eso, tras una exitosa labor en Siria como funcionario, desarrolló una importante carrera en el servicio diplomático británico, ocupando cargos de tanto relieve como subsecretario de Estado de Guerra, gobernador de Canadá y embajador en Moscú y Estambul, rematando tan brillante currículum en 1884 con el nombramiento de virrey de la India en un momento en que esa colonia estaba expuesta a la tensión del Gran Juego (los tejemanes de Gran Bretaña y Rusia por controlar Asia).

Foto Internet Archive Book Images

Como se deduce de lo expuesto, Frederick vivió en la época probablemente más brillante de la historia de Inglaterra, la victoriana, en la que el Imperio Británico alcanzó su máxima expansión. Descendiente de una ilustre familia escocesa afincada en Irlanda -aunque él, curiosamente, nació en Florencia-, Lord Dufferin terminó sus días como embajador en Roma primero y París despues, mientras seguía acumulando títulos nobiliarios (un marquesado por aquí, un condado por allá) y además era nombrado presidente de la prestigiosa Royal Geographical Society, así como rector de las universidades de Edimburgo y St. Andrews.

Por increíble que parezca, semejante avalancha de honores no fue suficiente para sufragar el nivel de vida que llevaba, endeudándose hasta el extremo de tener que hipotecar buena parte de su patrimonio. Un intento desesperado de hacer caja invirtiendo en acciones de una compañía minera -de la que también fue nombrado director- terminó en desastre, lo que, coincidiendo con la muerte de su hijo en la segunda Guerra Anglo-Bóer, le hizo enfermar de gravedad y retirarse para fallecer al poco, en 1902.

Último retrato de Lord Dufferin, hecho en 1902 | foto dominio público en Wikimedia Commons

Pero todo esto no pasaría de ser una biografía más de un personaje histórico, algo excéntrico y no especialmente atractivo para el gran público, de no ser por la idea, un tanto extravagante para la época, que tuvo en 1856, cuando aún era un joven de treinta y seis años sin oficio (sólo aguantó dos cursos en la Universidad de Oxford) pero con beneficio (acababa de heredar de su padre las baronías de Dufferin y Claneboye). Quizá para celebrar su nueva vida de rentas, Frederick compró una goleta llamada Foam y se embarcó en un crucero de placer por el Atlántico Norte.

En primer lugar navegó hasta Islandia, desembarcando para conocer la capital, Reykjavik, que por entonces era la única ciudad de la isla, (suponiendo que se pudiera llamar ciudad a una localidad que apenas sobrepasaba el millar de habitantes). La explicación a esa elección de destino quizá estuviera en la peculiar situación política local, dependiente de la corona danesa pero ya inmersa en un movimiento independentista al albur del romanticismo del momento. En Reykjavik coincidió con el príncipe Jerome Napoleón, que estaba realizando una expedición al norte con el buque de vapor La Reine Hortense y le invitó a unirse. Al final el navío francés sufrió una averia que obligó a cancelar la singladura pero el Foam continuó en solitario.

De esta manera, Dufferin arribó a la isla de Jan Mayen. Salvo las de los numerosos balleneros que la usaban de base, era la primera visita oficial que se hacía en medio siglo a ese pedazo de tierra volcánica situada entre Islandia, Groenlandia y Escandinavia; eso sí, el recién llegado tuvo que usar un bote, ya que el hielo le impedía acercar la goleta para fondear. A continuación siguió hacia el norte de Noruega, haciendo escala en Hammerfest antes de reanudar la marcha hacia Spitzbergen y Svalbard. De esta manera culminó lo que se considera el primer crucero de la Historia, entendiendo por tal el primer viaje de placer por mar.

La goleta Foam navegando entre los hielos | foto Internet Archive Book Images

A su regreso a Inglaterra, el osado navegante plasmó su experiencia en un libro titulado Letters from high latitudes (Cartas desde altas latitudes), donde su estilo directo y dinámico -y a menudo humorístico- lo ha llevado a ser descrito a menudo como la primera guía de viajes propiamente dicha.

Tanto así que su publicación resultó un éxito, no sólo por traducirse al francés, alemán e incluso urdu (una de las principales lenguas de la India) y editarse también en Estados Unidos y Canadá -a veces con el título Un crucero en el Mar del Norte-, sino además porque su lectura impulsó a muchos acadaulados viajeros más a liar el petate y lanzarse a recorrer esas frías aguas (el más famoso fue el cazador James Lamont, dos años después).

Paradójicamente, como acabamos de ver, Lord Dufferin no quiso seguir esa carrera de viajero escritor.


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