Riglos tiene un aire a la región griega de Meteora, con las casas asentadas a los pies de unas gigantescas formaciones rocosas que forman un paisaje muy característico. Sólo que en este caso no se trata de Grecia sino de la provincia española de Huesca: en la cordillera de los Prepirineos, una serie de montañas y valles que se extienden a lo largo de algo menos de medio millar de kilómetros por las comunidades de Cataluña, Aragón, Navarra y País Vasco, en general con alturas inferiores a los dos mil metros, como un auténtico prólogo a las grandes cimas pirenaicas propiamente dichas.

En ese estrecho cinturón orográfico (unos cuarenta kilómetros de anchura) hay un tipo de formaciones geológicas denominadas mallos que son las que suelen marcar el límite de los Prepirineos y consisten en una serie de pináculos rocosos originados por la sedimentación de aluviones detríticos que arrastraban los torrentes y morrenas glaciares hacia la Depresión del Ebro desde hace más de medio centenar de millones de años, durante la orogenia Alpina del Eoceno y Mioceno (Cenozoico).

Así, arena, arcilla y cantos se mezclaban formando grandes depósitos que, con el tiempo, dieron lugar a esos singulares farallones.

Foto Jcb-caz-11 en Wikimedia Commons

Parecen brotar de las laderas de las montañas más antiguas porque fue ahí donde se fueron acumulando y elevándose por el plegamiento del subsuelo. Su aspecto redondeado se debe a la erosión que sobre ellos ejercieron los elementos (el viento, el agua, la alternancia del calor solar y el hielo invernal), de manera que ahora asemejan el cabezal de un mazo (maellus, en latín). No tienen mucha altura, unos doscientos metros de media, pero el desnivel es tan abrupto que atrae a los aficionados a la escalada, de manera que Riglos se ha convertido en un destino de referencia en ese sentido.

En realidad no se trata del único sitio donde hay mallos (en Aragón hay otros, como Agüero o el barranco de La Rabosera), pero sí el más renombrado y, quizá, fotogénico, con las blancas casitas del pueblo pareciendo cobijarse a la sombra del mallo de Pisón, que además es el mayor con trescientos metros de altitud junto con el Firé. Porque los mallos se identifican individualmente , cada uno con su propio nombre. Nueve son los más importantes: Agua, Castilla, Cuchillo, Frechín, Puro, Visera, Volaos y los citados Pisón y Firé. Además hay otros ocho más pequeños llamados Aguja Roja, Capaz, Carilla, Colorado, Cored, Chichín, Gómez Laguna, Herrera y Magdalena. Y un tercer grupo algo más alejado y formado por el Arcaz (Paredón de los Buitres), Macizo d’os Fils, Peña Don Justo, Tornillo y Tornillito.

Foto Jcb-caz-11 en Wikimedia Commons

Como decía, los mallos ejercen una sugestiva atracción sobre los escaladores desde los primeros intentos de ascenderlos allá por 1933. En ese sentido, el que presenta mayor dificultad es el Visera, aunque, como suele pasar, no fue el último en coronarse porque, al fin y al cabo, es un mallo -el único- al que se puede subir andando (aunque suela ser al contrario, se baja); esa última conquista correspondió al Puro, en 1953. Eso sí, los Mallos de Riglos se cobraron su tributo en varias vidas humanas.

Ahora bien, no es necesario ser un entusiasta de las cuerdas y los mosquetones para disfrutar de los mallos y su fantástico entorno. Desde el Visera se suele practicar el salto base y no escasean las grutas para los espeleólogos.

El pueblo mismo tiene su interés, centrado -paisaje aparte- en una iglesia románica del siglo XII, una ermita del XVII y un Centro de Interpretación de Rapaces en el que aprender cosas sobre los buitres leonados, por ejemplo, pues una colonia de estas aves también disfruta de los mallos a su manera, estableciendo sus nidos en ellos. Y luego está la oferta de actividades con el río Gállegos como escenario (canoa, kayk, etc).


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