Conversión del duque de Gandía (José Moreno Carbonero)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Hoy es la onomástica de San Francisco de Borja. No sé si conocen la historia de este hombre, el modelo perfecto de las concepciones religiosas de la España de los Austrias, a la manera de su predecesor San Ignacio, e inspirador de la Contrarreforma, con la que coincidió en el tiempo. No voy a enrollarme con su biografía. Me atendré a la anécdota que le hizo famoso y que fue plasmada al óleo por el pintor José Moreno Carbonero en 1884, en uno de esos cuadros historicistas tan típicos del arte decimonónico: La conversión del duque de Gandía.

Francisco de Borja era hijo del duque de Gandía y sobrino del papa Alejandro VI, el pontífice aragonés que había tenido que mediar entre las coronas de Castilla y Portugal por el reparto del mundo con sus famosas Bulas Alejandrinas y que dio inicio a la dinastía de los Borgia (su apellido se italianizó), a la que una leyenda negra atribuye corrupción, adulterios, envenenamientos y otras delicadas costumbres.

En fin, Francisco fue enviado a la Corte de Carlos V, donde se le adjudicó el cargo de caballerizo mayor. Gracias a él, estableció una buena relación de amistad -de amor platónico, se dijo- con la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos. Ella nunca imaginaría la influencia que llegaría a ejercer en aquel noble cortesano. Y menos aún que lo haría después de muerta.

En efecto, Isabel falleció en Toledo en 1539 durante un parto, lo que decidiría a su marido a abdicar en favor del primogénito Felipe II. Poco después ordenó trasladar el cuerpo a Granada, la ciudad donde se habían casado, y Francisco de Borja, como caballerizo mayor, encabezó la comitiva fúnebre que atravesó el reino. Al llegar, el protocolo exigía abrir el ataúd para dar fe de que los restos mortales eran entregados a los monjes que habían de enterrarlo.

Cuando Francisco vio el estado putrefacto en que había quedado la belleza de Isabel pronunció una célebre frase: «No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos». El duque de Rivas la transformó luego en «No más abrasar el alma/ en sol que apagarse puede,/ ni más servir a señores/ que en gusanos se convierten». La impresión que se llevó el caballerizo le llevó a retirarse de la vida cortesana y, al fallecer su esposa (1546), ingresó en los jesuitas. En 1563 llegaría a ser general de la orden, siendo canonizado en 1671.

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